VOX virtual 14


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Los temas de peso
Martín Prieto
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Hubo ese Beatle finalmente cinético
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Uno duerme o hace listas
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Mate cocido
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Martín Rodríguez

Sin puerilidad azucarada
Carlos Battilana
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Acerca de un sapo en la historia de las inversiones inglesas en la Argentina
Sergio Raimondi
El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson
Ezequiel Martínez Estrada

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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Adelanto de la novela Ex
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Epílogo a la reedición de
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John Koethe
Laura Wittner
5 poems
5 poemas
John Koethe: persuasivas canciones de soledad
Mark Dow

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¡y reclame con este número el primer fascículo
del
"Diccionario de la poesía experimental latinoamericana" de Clemente Padín!

 

 

 


VOX virtual Nº 14
. Enero 2003 - Bahía Blanca, Buenos Aires, Argentina.
Editores: Gustavo López - Sebastián Morfes -Marcelo Díaz - Sergio Raimondi.
Diseño de portada: Christian Díaz. Recreación del Chicho: Lucía Bianco.
Email:
voxvirtual@yahoo.com.ar. Números anteriores: www.revistavox.org.ar
suscripción gratuita: voxvirtual-alta@eListas.net

 

 

Inéditos

 

 

Los temas de peso
(Veinticuatro preludios)

Martín Prieto



UNO
Después de varios años dedicados
a la minucia, al enfermante relevamiento
de los detalles, decidí abocarme
a los temas de peso: el amor, la política,
la trascendencia, la gloria. Finalmente
convencido de que el mundo
era más amplio que mi departamento,
compré una pila de tarjetas magnéticas
y salí a recorrer la ciudad en colectivo,
atento al paisaje y al rumor sordo
en el que se convertía la parla simultánea
de mis contemporáneos. La bruma gris
que se levanta en los barrios de la quema
y la otra, prístina, que emerge rosa del agua
del río león, envolvían mis paseos en un aura
de ensueño y todo se aparecía corrido
de la justa dimensión de lo real.
Vi epopeya donde debí ver miseria
y degradación donde había renunciamiento.
Niños vi: pero eran viejos. Y vi dioses que eran perros.
¿Sol? No: pintura fresca. Y oro en lugar de arena.




DOS

El agua no sino la sal
disuelta en el agua
sostenía mi cuerpo
sobre la superficie del mar
y yo miraba el cielo
atravesado por pelícanos
que traían noticias
de una zoología monstruosa.
Pensé que esa era la hora justa
para pensar en las cosas
en las que me había olvidado de pensar:
la familia, el trabajo.
Pero esa idea me distrajo de su objeto
y ya no pude pensar
sino en cómo era que el agua
o que el agua y la sal
mantenían a flote
el cuerpo pesado
de un hombre de cuarenta años,
con una preocupación por hueso
cómo, sobre todo,
hacía el cuerpo para
sostenerse ahí
por qué toda la presión del universo,
no me hundía de una vez.



CINCO

La familia llegó en bicicleta.
Ataron los rodados a la baranda
y se largaron con las cañas barranca abajo,
a pasar una tarde de pesca. El padre dijo:
“Si lo encuentro a ese negro hijo de puta
saco la cuchilla y le corto el ojete a rebanadas”.
La mujer y los hijos no le contestaron.
Tal vez porque creyeron que alardeaba.
O porque creyeron que decía la verdad.
Yo, que ya no creo en nada,
que ni siquiera profeso la religión de lo real
y que olvido lo que veo
porque la experiencia
tiene el mismo valor que un argumento,
sólo pensé: “En cualquiera de los dos casos,
que no lo encuentre”.




DIEZ

Amaneció lloviendo y era el mediodía y llovía aún y se había roto el cable que conectaba el amplificador con una de las cajas y entonces se escuchaba la música por la mitad: las voces sí, y los bajos, pero la armonía de las cuerdas era reemplazada por el traj traj del agua contra las baldosas del patio y la naturaleza, otra vez, resolvía el desastre cotidiano del mundo artificial.



DOCE

El relámpago de la juventud se apagó
justo cuando te escribía una carta
que no te mandé. La carta era imperial:
hablaba de un tanque australiano
donde nos habíamos bañado un verano
y de las flores blancas y amarillas
de unos nenúfares que se enredaban en tu pelo
y volaban como si fuesen marionetas de mariposas
cada vez que vos movías la cabeza
para sacártelas de encima
–y no se iban. ¿Por qué te escribí?
¿Por qué terminó la tormenta
que parecía que iba a durar para siempre?
¿Por qué una cosa sucedió mientras sucedía la otra?
Envejecí escribiéndote una carta
cuyo objeto era retratarte como fuiste una vez
y por cada célula tuya que lograba inmortalizar
se moría una mía, una mía se moría, se moría.



TRECE

Compro velas para mi santuario personal.
La chica que vende velas se llama Laura Sandoval,
y dice que nunca comió con velas;
no sé si me está dando una información
de la que puedo prescindir en los próximos 50 años,
o me lo dice porque quiere que la invite a cenar a las luz de las velas.

Algo de ella me dice que lo primero es la verdad;
algo mío me dice que lo segundo es más verdad.

Prendo una vela por Laura Sandoval,
que ha activado el motor oxidado de la duda.

(En noviembre del 2000 Laura Sandoval era empleada del supermercado La Gallega, Rosario, Argentina)



QUINCE

El exotismo empezó y terminó en una especie de escabeche de ranas que una mina en tetas servía en una feria donde los boludos como yo veríamos a un indio por única vez en la vida. Carlitos, que oficiaba de lenguaraz, trataba de darle a todo un significado simultáneamente político y alucinógeno, ya que, según su interpretación de los hechos, en la Amazonía hasta las ranas eran revolucionarias y estaban de la cabeza, lo que no impedía que nosotros nos las comiéramos, flab, flab, bajándolas con un traguito pegador.

(Quito, Ecuador, noviembre del 2000)




DIECISÉIS

Te fuiste, volviste, te volviste a ir,
en lugar de mensajes grabaste
en el contestador unas canciones
que debíamos descifrar,
pero te olvidaste de que el vigor de un signo
compuesto a las seis de la mañana
no puede interpretarse igual a las nueve de la noche,
y yo leía indiferencia donde había amor,
claridad en el agua turbia de un pantano.




VEINTE

El caballo tiraba el carro y arriba del carro iban dos como borrachos pero que eran pobres. En la esquina de Godoy juntaron a dos borrachos más y otros se subieron casi en la curva que se va para Pérez donde también subió una vieja, que se colgó del pescante y acarició las ancas del caballo, que estaban empapadas, y después se pasó las manos por el pelo de ella, que ahora olía como si fuera de caballo, y le dijo al que sostenía las riendas con la zurda “ahora dame un latigazo a mí” y el otro tardó un rato en decirle “vieja loca”.



VEINTIDOS

Cuando te duele la garganta
y llamás por teléfono
al médico de la obra social.
Cuando te duele la garganta
y siete horas más tarde
de que lo hubieras llamado
viene a tu casa Van Houten
o, como le decían en el monte de Quiroga,
lo-que-queda-de-Van-Hou-ten.
Cuando me duele la garganta
y llamo al médico de la obra social
y siete horas más tarde viene
lo-que-queda-de Van-Hou-ten
y te dice: “No tenés nada”
Cuando el último expulsado
de la ciencia, hablando
sin embargo en nombre de ella,
te dice: “No tenés nada”.
Cuando todavía
te duele la garganta.
Cuando echás mano
de lo que hay y lo que hay
es siempre una aspirina.
Cuando, como en un poema
que leíste una vez, esperás
que la aspirina se ponga a trabajar.
Cuando la aspirina no trabaja
o trabaja mal porque ahora
te empieza a doler el estómago.
Cuando la aspirina no trabaja
o trabaja mal y no deja
de dolerte la garganta,
que era por lo que habías
tomado la aspirina
y te empieza a doler
el estómago. Pero no:
no tenés ganas de vomitar,
ni de que vuelva a tu casa
Van Houten redivivo.
Cuando tenés un caño ardiente
entre la garganta
y la boca del estómago.
Cuando suena el teléfono
y la que llama dice:
“Yo tuve momentos
en los que me cargué
y me di cuenta
de que estaba siendo omnipotente
y sentía que dependía de mí,
arrastrar o hacer algo.
Pero no depende de mí.
Yo no tengo que...
Supongo que si vos querés
que yo me quede,
vos tendrás que hacer algo...
Si vos estás en ese lugar
y no te movés de ese lugar...”
Cuando te duele la garganta
y viene Van Houten
y te dice: “No tenés nada”
y entonces vos,
que creés que algo tenés,
te tomás una aspirina y en lugar
de dejarte de doler la garganta
te empieza a doler el estómago
y entonces suena el teléfono
y una mujer te dice
“si vos estás en ese lugar
y no te movés de ese lugar”,
te empieza a doler la cabeza.
Cuando te preparás un té.
Mientras el agua
se calienta en la pava
me acuerdo de que mi papá
calentaba agua en la pava
para afeitarse.
Nunca le pregunté por qué
no usaba el agua caliente que
salía de la canilla o porqué
no se afeitaba con agua fría.
A la cuenta de las cosas
que nunca le pregunté a mi papá.
¿Y las cosas
que no te preguntan tus hijos?
¿Y las que te preguntan
y vos no contestás?
Silba la pava como silbaba mi tía Beti
una tarde del mes de junio de 1972.
Un saquito de té en el fondo de
una taza blanca de porcelana que
tiñe el agua que vos echás.
Ahí hay una modificación
que tiene la forma
de un dístico rimado:
Lo seco se vuelve mojado,
lo transparente, colorado
.
Un novelista realista
tomaba una copa de vino
en un agreste patio de Santa Fe y,
atraído por la presencia de un colibrí.
que, suspendido en el aire,
estudiaba una planta florida,
dijo: “Cuando el hombre
inventa el helicóptero
nada inventa nada
en realidad”.
El novelista realista
era un poco simbolista
y creía que la naturaleza ofrece
enigmas que es nuestra función revelar.
Como el tipo que escribió:
“En cada gota de lluvia
mi vida fracasada llora en la naturaleza”,
o algo así. Yo también creo así.
Y entonces ahora,
cuando veo
que en la tacita de té
lo seco se vuelve mojado
y todo se mueve menos yo,
cuando lo que se espera de yo
es que me mueva,
me empieza a transpirar la frente.
Un “sudor frío y perlado”,
como dice un diccionario
que se revela el síntoma
de la baja de presión.
Me tiro al suelo.
Pongo, por poner pongo
las piernas altas contra la pared:
el único de los primeros auxilios
que recuerdo y puedo usar
de manera irreflexiva e indiferente.
Tirado en el piso,
me amenaza un gato.
Mi gato.
Otro dístico rimado:
Me huele y me mira;
no sé si me cuida o si me vigila.

En un momento, me quedo dormido.
Como si tuviera más sueño
del que cabe en mí,
y no quiera nada ni prefiera nada,
ni haya nada de nada adonde huir.

Martín Prieto nació en Rosario en 1961. Integró, desde su comienzo en 1986, el consejo de redacción de Diario de Poesía. Publicó Verde y blanco (1988), La música antes (1995) y La fragancia de una planta de maiz (1999).

[Índice] [Principio del poema]

 

 

Preludios reales / Marcelo Díaz

 

but in the real world
we must say real goodbyes

Roy Orbison

 

Bajo presión

Si en La música antes (1995) el reconocimiento de un resto de saliva en el borde de una taza era capaz de provocar que toda la presión del universo se concentrara sobre una cabeza, en Los temas de peso la pregunta, luego de que el yo del poema no consigue pensar en lo que piensa que debería pensar, es "por qué toda la presión del universo / no me hundía de una vez".
La coincidencia, lejos de ser un mero juego de palabras, deja ver un cambio de perspectiva. En Los temas ... las cosas, los hechos, los mensajes parecen haberse vuelto confusos, o por lo menos difíciles de interpretar; y el yo de los poemas ya no se presenta con una voz que indaga y puede extraer conclusiones frente a una serie de estímulos del mundo exterior, sino que es más bien un dispositivo en el que ante la presencia de "lo real" persiste la ironía, pero combinada con algo de escepticismo, desconcierto y una dosis importante de sensación de derrota. Tal vez por eso la pregunta que recorre los textos, implícitamente formulada en el primer poema, sea cómo hacer para que las cosas no se aparezcan corridas de la justa dimensión de lo real.


La dimensión desconocida

¿Y cómo hacer? pero antes: ¿es posible? Empecemos por preguntarnos por qué estos poemas se presentan como preludios. Dice el Diccionario de la Real Academia Española:

Preludio– (del lat. praeludium) Lo que precede y sirve de entrada, preparación o principio a una cosa. // 2. Mús. Lo que se toca o canta para ensayar la voz, probar los instrumentos o fijar el tono, antes de comenzar la ejecución de una obra musical. // 3. Mús. Composición musical de corto desarrollo y libertad de forma, generalmente destinada a preceder a la ejecución de otras obras. // 4. Mús. Obertura o sinfonía, pieza que antecede a una obra musical.

Deberíamos decir, entonces, que estos veinticuatro preludios están antes de "la Obra"; son piezas breves que "preceden", y en ese preceder (que no es, obviamente, cronológico) está en juego una jerarquía en relación a la cual el preludio es una pieza menor, no apta más que para ingresar en el zaguán, y sólo ahí, de La Literatura . En este sentido el primer preludio admite ser leído como una declaración, irónicamente invertida, de principios: no hay poesía a partir de "grandes temas". A su vez, estos poemas podrían verse como una suerte de ejercicios para fijar el tono ¿El tono con el que se busca dar cuenta de la experiencia de lo real? ¿el adecuado para dedicarse a la minucia y al enfermante relevamiento de los detalles?¿la poesía se hace no desde los "grandes temas" previos sino en el tener que vérselas con las palabras, con las ideas, con el orden que el poema impone a una percepción del mundo al parecer inevitablemente fragmentaria?


La música antes

En tanto un preludio es una forma musical, es evidente la vinculación de estos textos con los versos que abren La música antes: "no te olvidés de la música / pero no te olvidés tampoco de que la música cambia".
En principio se podría pensar que la música de los poemas de Prieto no ha cambiado demasiado; su arquitectura sigue siendo precisa, pulcra, regular: poemas que en su brevedad presentan algún conflicto, impresión o situación que afectan a ese yo poético generalmente central, el foco puesto en un detalle revelador, alguna conclusión punzante que se extrae de todo esto, versos finales que rematan el poema y lo dejan, como decía un amigo mío adicto a los motores, "afinadito, afinadito".
Sin embargo, esa voz afinada que en estos inéditos ensaya y se ejercita en fijar un tono se ha abierto a nuevos registros, procesa nuevos materiales, ha ganado en matices. Así los textos de Los temas... pueden asumir la forma del apunte, como quien registra rápidamente una situación, abrirse a ciertas inflexiones orales ("unos como borrachos pero que eran pobres", "...donde los boludos como yo...") o directamente citar ("Si lo encuentro a ese negro hijo de puta / saco la cuchilla y le corto el ojete a rebanadas", "Yo tuve momentos / en los que me cargué / y me di cuenta / de que estaba siendo omnipotente"), pueden cerrarse en un anacrónico éxtasis beat ("oh, yeah, oh, yeah, oh, yeah") o valerse de onomatopeyas para representar: la lluvia cayendo sobre un toldo ("blan, blan") o sobre las baldosas del patio ("traj, traj"), unos tipos comiendo ranas ("flab, flab"), unos vidrios que caen ("clanck, clanck"), pueden disponer infinitivos para evocar y/o distorsionar un tono de sentencia ("Es no ganar, no ganar nunca", "Fumar. O mejor no, no fumar. Sí, fumar..."); finalmente, un preludio puede ser una sola línea, lapidaria: "La fama era tu luz".


Unidad & Diversidad

Volvamos entonces a "la justa dimensión de lo real", y notemos que Prieto diversifica en Los temas... el abordaje de lo real, tanto registra y fecha, como cavila interiormente, o cita, o ironiza. Se vale del preludio por su procedencia musical y su carácter menor, pero también porque le permite incluir, bajo su elasticidad formal estos veinticuatro poemas y evitar la dispersión jugando a desarrollar un género que en sí podría contener lo heterogéneo.
Unidad en la diversidad. Ese yo escéptico, irónico, vencido, que entrega sólo fragmentos de su mundo, no resigna la posibilidad de dar cuenta de esa experiencia de lo real. Y no cree en un acceso místico, sino que recurre, más bien, a una construcción dificultosa, sin garantías, capaz de dudar de sí misma, y que necesita atender tanto a la parla simultánea de sus contemporáneos como a la intervención providencial de la naturaleza para resolver el desastre cotidiano del mundo artificial. En esa tensión entre datos e impresiones que parecen desembocar solamente en el absurdo del mundo y el esfuerzo por organizarlos en poemas de factura generalmente impecable, se juega el acceso a la experiencia de un lenguaje capaz de ser menos que un puro monumento institucional y a la vez más que un murmullo indiferenciado. Un lenguaje que ligue elementos dispersos y dé su versión de lo real, no a través de "los grandes temas" que sepultan bajo su retórica toda diferencia, sino a través de la confrontación con lo mínimo y lo cercano.

[Índice] [Principio del artículo]

 


Escenas familiares y otros poemas

Omar Chauvié



El ABC de Pastrana

serie A

tarraja pastrana


poesía es todo
dice pastrana
mientras acomoda las cubiertas
poesía es todo lo que se puede ver.

a pastrana le dicen tito
y en su vida vio una murga
"algo parecido una vez
en los corsos de puntalta"

(sabe pastrana
del aguante rojinegro
luto y sangre
la caja del mionca
el tetrabrik y el corazón
luto y sangra)


pastrana se come a la jermu del gomero
a la mujer del gomero no se la come nadie
es la del cuento de las moscas
sólo pastrana se la banca
ahi va pastrana
pa´la saranda pastrana
ya ya ya ya ya

entre bahía y puntalta hay
siete leguas
el viaje no dice nada
sólo dormir
parís-texas dice pastrana
y no sabe cuál es cuál

me voy pa´ texas dice
como john wayne
y se toma "La Acción"
me voy pa´ parís
como carlitos monzón
y se toma "La Acción"

poesía es un travelling bahía-puntalta

antes, cuando tenía el gordini
le sacaba una tuerca a cada rueda
y hacía los 35 kilómetros que le hervía el culo

piensa: hervor de culo
qué difícil
culo haciendo burbujitas
culo al rescoldo
caldo de culo

él siempre definía
"a la literatura para que ande
hay que llevarla al mango
y con alguna tuerca floja"
(se equivoca

no pastrana, el dedo
y escribe "con alguna turca floja"
y dale pa´delante)

pastrana /si llega
se acuesta con el padre
y dice que no importa
porque poesía es todo
lo que se puede hacer

 





Algunas imágenes del costado del sol


I


re
flex
xiona
pastrana el viejo
se pone filosófico
con estos viajes/ el viejo
con estos viajes
siempre se pone
la ciudad se le corre bajo las piernas
al viejo
recorremos los desarmaderos
desalmaderos
del Saladero al WalMart
sales
donde las chapas se pudren
donde los colores
se decoloran
se aguachentan en changas/ en chapas
desalmaderos
mientras
hotter than hell gritan los kiss

una sábana blanca
acompaña la ruta por los costados
él habla de expediciones a las salinas grandes,
de ópticas, de paragolpes,
de un general del pasado y la pampa

las chapas ven pasar el arroyo
de norte a sur
el cielo se repite en
parabrisas tirados
ya cubiertos de cardos
invocación:
las chapas para pastrana
aunque se pudra la noche
en este viejo camino a puntalta...
señores de la sal




II


el viejo ahora
encuentra
a otro viejo
gordo
amplio
que cría chanchos acá
al muy costado del sol / de la sal
y como tiene por costumbre
el viejo lo conoce.

bajo las chapas
bajo el sol del desarmadero
un guardabarro de 404
es
la sombrilla de un lechón

la tarde se pasa
camino del aeropuerto
el cartel de coca cola
gotitas más, gotitas menos
es sudor
tan fría en este verano
coca
nos habla del regreso

fierros cutáneos son la pereza de la tarde
masticadora de pasto
de pasto blanco como una vaca

pastrana nunca olvidaría
el momento en que lo llevó a conocer
los desarmaderos
su padre

fierros cutáneos, la pereza de la tarde



escenas familiares

 


"...la dilijencia o los wagones salen a un pequeño espacio desmontado en cuyo centro se alzan diez o doce casas. Estas son de ladrillo, construido con el auxilio de máquinas, lo que da a sus costados la tersura de figuras matemáticas, uniéndolos entre sí fina argamaza en filetes finísimos i rectos. Levántanse aquellas en dos pisos cubiertos de techumbres de madera pintada. Puertas i ventanas pintadas de blanco, sujetan i cierran cerraduras de patente; i stores verdes animan y varian la regularidad de la distribucion."

D.F.S(armiento)

 

plano bien plano


puerta
pasillo
baldosa
otra vez puerta
madera
un color madera
placard largamente
placard
puerta placa
puerta
portal
madera mampostería vidrio
mampara amapola lavanda

se puede ir de un extremo a otro
telas, telas crudas
ventanas
mosaico
viejo mosaico
despintado
marco y contramarco
un tema de los beatles que habla de calamaro
ventiluz
cama
música de cámara
cielo/raso/azul
fragancia
pared de bloques
pared
pared de ladrillos
pared
cable
cable de teléfono
cable de luz
cable de cable
biblioteca de mimbre
biblioteca de pino
biblioteca de tablones sucios
sostenida por ladrillos cerámicos
un reloj que indefectiblemente
un poco de olor a mierda
pero propia
puerta
placa
pared
sanitario
bañera
cortinado blanco
rejilla poblada de cabellos
agua grisácea,
viscosa, casi sólida
imposible ponerle una mano
encima

dentro de la pared hay
por lo menos
seis codos de media
recubiertos con pintura epoxi
y hay
caños de luz
de metal,
de metal negro,
de pvc
de otros materiales
todos contienen cables siempre
en dos colores
hay muchas cosas más en esa pared
arena ladrillos agua
agua tiene mi pared

debajo de estos pisos
también corre agua
agua en caños

puerta
balcón
constructores baldomerizados
un sifón azul
contra un azulejo azul
y el cielorraso azul
del que antes les hablé

a la habitación contigua
comunica una puerta
por pura contigüidad

biblioteca
de mimbre
oh, biblioteca de
mimbre

cielo azul de raso
luz de filamento finito
1 cubrecama de color limón
la dentadura postiza
los zapatos sobre el lavarropas
dos y dos en cielos de raso
lo que he visto y he oído
pared
dos pasos
pared


dicen que J.D.Perón,, cuando reflexionaba sobre la acumulación política, apelaba a esta analogía: un movimiento tan amplio como el nuestro, se construye como el adobe del rancho de los criollos, juntando barro y bosta.


no tiene vidrios
ni maderas
sólo picaporte y hierros
la puerta de entrada
nada más
sólo telarañas
y hierros
rectos unos, curvos otros
víboras negras inmóviles

seis pasos
otra vez puerta
con metal constituyéndola
pintado de azul

los vidrios que sólo luz
y opacidad
no imágenes
luz y brumas
nunca imágenes
luego pared
regularmente
interrumpida por aberturas
ladrillos y salitre
en 30 cm de ancho
X muchos, muchísimos más de largo
argamasa en un tiempo sólida
donde además de los componentes tradicionales
hemos hallado
palitos
pastos
bordes de nidos de golondrina
pestañas de palotes
plumas de gorrión
restos de diarios regionales
alambres atigrados por el agua y la sal
tierra del patio
neutrones y protones
portones no
portón hay uno solo

adheridos a las paredes
prismas metálicos
que generan la energía
calórica
que perciben uds. en el ambiente

bibliotecas de mimbre pobladas de quetejedis

ocho pasos
siempre
de los que yo uso
y con rumbo este
abertura regular rectangular
de una altura superior a la de un hombre
parado sobre la punta de sus pies
y con los brazos extendidos
los puños abiertos

abertura munida de instrumento dorado
bajo el cielo refulgente
indispensable para las operaciones de
apertura y cierre.
Escasa superficie
más o menos
dos hombres obesos de costado
durante cuatro pasos apurados
los gordos respiran un poco más cómodos
en la parte central
donde una puerta de dos hojas
ubicada sobre el lateral interno de la pared
les permite apoltronarse en el espacio

me detengo un momento
frente a la puerta
gordos mediante
vidrios repartidos por perfilería liviana
y goma paraguaya
que a modo de cuña se introduce
entre parante y cristal

transparencias
más polvo más hollín
más miopía

pintada la casa
está




control

la boleta del gas
la de la luz
la cuenta del teléfono
la boleta de azurix
el resumen de la tarjeta
las compras de la cooperativa
las del disco
las del walmart
los gastos mensuales
los gastos semanales
los gastos diarios
las luces encendidas
las canillas bien cerradas
la llave del calefactor en verano
las horas frente al televisor
las horas frente al monitor de la computadora
la hora
el piloto inútil de los artefactos de gas
(¿para que sirve el piloto?)
los vasos rotos
los platos playos
los tragos de agua
la cantidad de platos
el número de ñoquis
las salidas
las entradas
los impulsos
las miradas
la luz apagada
las palabras
los gritos
los gemidos
que los gritos parezcan gemidos
que los gemidos parezcan silencio

ya está
ya
se terminó





derecho de admisión



a la mañana
no
frente al espejo
no
los jueves
no
con la luz prendida
no
entre ocho y ocho y cuarto no

reirse
no
hablar
no
con música
no
el ventilador
no
una palabra
no
dos palabras
no
muchas palabras
no
que hacés tres veces
no
que hacés
no
los martes
no
en el umbral de la puerta
no
boca abajo
no
cuesta arriba
no
con esta ropa
no
sin ropa
no
mirándose
no
contra la pared
no
al mediodía
no
los lunes
no
de vez en cuando
no
nunca
no sé
con el perro
no
con filosofía
no
con dulce de leche
no
con aire acondicionado
no
con airbag y dirección asistida
no
con todas las prevenciones del caso
no
como gustes
no
como ud. diga
no
como en lo viejos tiempos
no
como con bronca y junando
no
common mode
no
como no podía ser de otra manera
no
en un susurro
no rápido
no despacio
no los miércoles
no los menores de edad
al sol
no
no
o



esto no se arregla
con un poema


with me
no
withouting you
no
with ney houston
no
cabo cañaveral
no


otras escenas



naranja la carretilla trueno del viejo

el amigo quería pintarla de un color
estridente
para llamarla el "trueno
naranja"
como al chivo de Pairetti

la encontró en los
fondos de la cooperativa agrícola
como un residuo de las novedades del pueblo
-el asfalto o las obras sanitarias-
hace más de treinta años

es y era mezcla de óxido y metal
y a fuerza de electrodos, martillazos y hierros del ocho
la repararon en un taller entre di tellas y pumitas
no tuvo pintura naranja
sino un neumático de siambretta, mucho después
para afrontar terrenos más agrestes
cuando el vigor físico empezó a declinar
en otros lares
y entre versos cortos
de algún poeta norteamericano


zambas reflejadas




qué pena que no me duela

 

se queja del dolor del
nombre
de su ausencia
se queja

el pedido es
fundamentalmente al dolor
y luego las preguntas:
quién te querrá
pero el que ayer
por qué
ya no lo hace más



paisaje de catamerca

 

visto desde arriba
esto no es más que poblaciones desperdigadas
a las que se suma un camino extenso
que llega adonde la mirada
no

higueras, nogales
rodean y protegen las viviendas
con chinas en acto perpetuo de barrer el patio

ovejas al atardecer
perros a la hora de la siesta:
tonalidades varias de un mismo color


china infiel

che, calláte corazón
dejá de llorar
que ni dormir puedo


mirá que te arranco
mirá, si pudiera,
así, iba a saber
esa

me engañaste?
no te comprendí?
estás adentro de mi cuerpo
y no logro saber qué pasa

ojo
no me obligués a perdonar
la

en la calle le quise gritar
pero sólo tuve ganas.

a ella
olvido
a ella
ni perdón

Omar Chauvié: nació en Jacinto Aráuz, La Pampa en 1964. Reside en Bahía Blanca. Es Profesor en Letras por la Universidad Nacionar del Sur. Editó Hinchada de metegol, Ediciones VOX 1998.

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Chauvié experience / Sebastián Morfes



Hace algún tiempo cuando vi el nombre de Omar entre las menciones de uno de los premios de Diario de Poesía tuve un arrebato cholulo que tranquilamente podría haberse confundido con experiencia de lectura; lo próximo a eso fue buscar la presencia de Chauvié en la ciudad ya sea en la guía telefónica, participaciones en la vida ciudadana; después lo conocí y me saqué de encima esa cosa rara de leer un poeta de la misma ciudad al que uno no conoce. Una vez lo encontré en la puerta de la Universidad, algo en la charla me permitió comentarle un verso de Dylan Thomas a modo ilustrativo que traducción mediante diría: "yo que era sordo a la primavera y verano"

Un tiempo después, este encuentro cruce entre Dylan Thomas y Chauvié parece dejar resultados interesantes. La tensión generativa, afuera del mundo, emanatista, y Chauvié entra en contacto con otra tensión más destructiva (¿?) que tiene que ver con una alteración que parece temporal, dispuesto al costado del poema, de una especie de línea rectora del poema, como un sedimento, un continuo que más que generar repite redunda avanza en una descripción que tiene que ver con lo más próximo, y en la que abunda un verso corto que trabaja con el tono <<prosaico>> de los poemas.

En otra mención (concurso VOX), con la que Chauvié publica hinchada de metegol, un librito rosa del que me quedaron principalmente 2 cosas: 1) el poema de Baudelaire: "Baudelaire, Baudelaire, Baudelaire te vinimos a ver"; 2) la posición de los jugadores en el dibujo de la tapa, inclinados en el punto más definitorio del dribling. Y me pareció acertada la inclinación, la afectación, esa del dibujo incluso para pensarla como actividad poética: el montaje, la abstracción, la desnaturalización de todo; o la rara naturaleza: como por ejemplo el chancho a la sombra de un guardabarros oxidado.

Esta inclinación siempre me pareció que se da a la fuerza, sin la saliva que usa Pastrana cuando dice en una especie de epígrafe "acariciarte los ojos con este dedo ensalivado". Repetición hecha música a fuerza bruta. Pastrana París Texas Pies Reverberados.

El ojo que distorsiona, como el que deja por siempre a los gambeteadores en una caída continua rompe la base de cualquier consejo de lectura, material marginal, peso de autoridad o referencia: desde los paréntesis trabajando el nombre de Sarmiento como si fuese un diyei, hasta el comienzo de la extraña alusión al movimiento peronista, un "dicen" seguido de una condena demasiado cargada de típicos prejuicios de clase media.

La sintaxis aparece (último poema de escenas) como un juguete de una profusión indominable. A diferencia de los anteriores donde la variación es apenas perceptible, la pulpa del orden aparece y cae bajo el mismo hacha, el título dispara para el lado más oscuro, y el ritmo sigue los refucilos y saques de los electrodos que reviven por meses la herramienta. La base sería la desierta "Cooperativa Agrícola", el desarmadero que se extiende "del Saladero al WalMart". Referencias geográficas como "el cable de cable", donde "el viejo ahora / encuentra / a otro viejo / gordo".

El andar del gordini por el camino a Punta Alta acá está tuneado, no sé si pistero, o personalizado, las llantas van cruzadas, la estabilidad no estándar, pareciera seguir también acá a Lamborghini cuando dice que "somos seres a medio terminar"; mete mano a la configuración del auto: "antes, cuando tenía el gordini / le sacaba una tuerca a cada rueda / y hacía los 35 kilómetros que le hervía el culo" como a la definición del género "Poesía es todo". Hay otro ciclo de corte de los versos, otra apuesta que se suma a la de "un guardabarro de 404 / es / la sombrilla de un lechón". Parecería que alguna clave de lectura aparece cuando la carretilla trueno del viejo recibe una rueda de siambretta; ¿había una parte del patio adonde a los poemas de Chauvié les costaba llegar?

En muchísimos casos hay que pensar en una máquina cuando se bordea cierto tono de definición, "poesía es todo" dice Pastrana cuando la bruma de los versos está ambientada por el escape roto del Gordini. O para cambiar la intención de la pregunta, en el momento en que la carretilla no llega a tener en sueños la pintura naranja, aunque sí neumáticos de siambretta... ¿Esta elección afecta no la poética pero sí los poemas? ¿Pensar en cuestiones cosméticas? ¿Poetica del tuning?

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El junco será junco

Liliana Céliz





con la mano vuelta montaña o manto
así debía converger
en el estado antiguo de las cosas
por el este debía aparecer la gruta
luego el aire hizo ascender la llama
hacia su orilla
siendo en matices que saltaba
el pez venido desde el fondo





donde el resto en sedimento de las cosas
vuelve a montar la imagen
es el ascenso de la tierra en contención de las raíces
el pulimento de las hojas habrá sido articulado
las escenas que asignan a la sed
o el tronco mismo de los árboles





de allí que el agua hizo la arena
y no en la corrosión constante de algún sitio
a modo paulatino y manso
la sed, el derivado de la sed
corrigió líneas del que nada en nado
cuando decían lo profundo





primavera en uno de los mares
y no en el fondo
sino haciendo de lo alto un ciclo
será cosecha entonces
cuando los fluidos de este agua móvil
pinten a un tiempo
el primer rasgo de luz
cubriendo apenas los retoños





traspaso de la luz
a algún canal que es gota porque llueve
el agua ha sido migratoria
desde las pulpas de la carne el hombre
siquiera sin saber que es el diluvio





es el lugar propicio
en que el junco será junco y ve la luz
mediado de la noche en que vendrá el eclipse
el ave hizo una estela donde hay nubes
la conjunción de lo alto
en el lugar preciso donde es tierra rota
será la mutación entonces





el fuego que quemó las hojas
y en su interior las líneas de las hojas
ha puesto rojo a ese color que es sangre
y en su devoración la noche aplasta el equilibrio
el ojo del que es hombre en inicial contemplación
aprecia la versión en un segmento





más por debajo el lago
bordeado de una línea que adolesce en formas
en puesta superior se hace el espejo
el campo ha generado a ras del sol
el caracol de esferas del crepúsculo
partiendo de su sabia en dos
las ramas estentorias de algún ciclo
parece ser entonces

Liliana Céliz: nació en Rosario. Publicó Del traje de eva y su manzana (1997), ¿De dónde vienes de mirar tus ojos padre? (2000) y tiene 10 libros inéditos.

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En el lago hay fuego / Gisela Lippi



O el fuego que quemó las hojas arrebatándole a la naturaleza la apacibilidad / paciencia de los ciclos. O la mirada que muda y mueve las formas de un cosmos rehaciendo la luz ahí donde el verde era tocado por el tiempo (o el derivado de sucesos o deseos de sucesos que se articulan) y languidecía en algún sitio descrito pero inhallable.

Todo sería y todo va a ser irremediablemente móvil y el ´orden´ se va a agotar en el surgimiento.

Como devenir o promesa del que mira desde el no-lugar, desde ninguna fijación o certeza y describe lo que ya no es pero permanece suspendido en alguna esfera del alma o de la percepción o de algo análogo, como consecuencia. Como quien aborda un paisaje en un sueño cargado de simbología y lo recuerda en fragmentos que no descifra y al decir la palabra que más se acerca a la imagen vista o a la impresión o captación del sueño a través de los sentidos (no sólo de los cinco sentidos sino de todos) recargase, duplicase la posibilidad de esa palabra.

Es difícil leer con los ojos cerrados. Es más difícil leer un poema (o mejor una serie de poemas) con una idea prefijada sobre la poesía.

(Decir o repetir : una poética es un cosmos / microcosmos moviéndose por cuenta propia en una realidad común llena de espacios denegados o abiertos o infinitas opciones).

Partiendo del oráculo, a modo de oráculo y tomando un lugar en el accionar imposible sobre la influencia de lo grande (el ascenso de la tierra, la modificación de las líneas) estos poemas hablan desde el ojo en inicial contemplación y versifican lo diverso.

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Arte

 

Hubo ese Beatle finalmente cinético / Rafael Cippolini


Hacia mediados de los sesenta, en plena explosión del Swinging London, Paul Mc Cartney vivía aún en una gran casona en la calle Wimpole 57, que era el hogar del doctor Asher y su familia. Jane, su hija actriz, además de estar de moda, era la novia del bajista de los Beatles. En una de las habitaciones de esa pequeña mansión, construida, al igual que todo el barrio, por condes de Oxford del siglo XVIII (en moradas cercanas habían transcurrido las vidas de Edmund Burke y Elizabeth Barrett Browning, como también el célebre espiritista Sir Arthur Conan Doyle) el joven de Liverpool no sólo compuso Yesterday, sino que también cierta mañana, su contador le comunicó telefónicamente que "ya era millonario".
Su cuñado por esos días, el talentoso e inquieto Peter Asher, era inseparable de John Dunbar (la pareja por ese entonces de la ascendente --y recién salida de un internado de monjas-- Marianne Faithfull), del patafísico Barry Miles y del esteta de vanguardia y heroinómano Robert Frazer, quienes no tardaron en sintonizar al beatle con un gusto amplio y vanguardístico; Paul comenzó a consumir a Ornette Coleman, Terry Southern, William Burroughs (a quien frecuentó bastante, ya que vivía con su novio Ian Sommerville en pleno epicentro del underground londinense), Duchamp, Dubuffet, Klein, Arman, Breton, Jarry y John Cage. Tan impregnado se vio de todo ese espíritu, que él mismo sugirió financiar el arriesgado proyecto que sus noctámbulos amigos se traían entre manos: una maquinación a la que habían titulado Galería Indica, y que se instalaría poco después en Mason's Yard 6.

Para la historia del más grande grupo de rock & pop, la página - Indica por excelencia sería el encuentro de Lennon con Yoko Ono: ésta última, ya vinculada con Fluxus; el primero, todavía, resistiéndose a dejar de creer que avant - garde significara algo distinto a caca en francés.

Para Mc Cartney, en cambio, la mayor impresión que le depararía Indica sería la que iba a experimentar con la muestra con que Dunbar programó el comienzo de un largo ciclo de exposiciones y que inauguró el 4 de junio de 1966; una exhibición que trajo mucha suerte al creciente artista expositor, ya que, mientras estaba en marcha, ganó nada menos que la Bienal de Venecia.
Julio Le Parc, que formaba parte del Groupe de Recherche d'Art Visuel de París, consiguió fascinar al joven Sir con sus anteojos distorsionantes y sus espejos de mano.

Mc Cartney aún recuerda que Le Parc instaló en las afueras de Mason's Yard un conjunto de "inestables cajas negras de madera [que lograban que] cuando uno se paraba sobre ellas se tambaleara de forma alarmante. Una mañana, los barrenderos de la municipalidad de Westminster las confundieron con basura y se las llevaron. Nunca se las volvió a ver".

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Reseñas

 


Uno duerme o hace listas / Carlos Battilana


Las últimas mudanzas / Laura Wittner
Ediciones Vox, Bahía Blanca, 2001



Las últimas mudanzas de Laura Wittner (Buenos Aires, 1967) hace uso de una lengua que absorbe materiales heterogéneos con el fin de armar escenas de las que el lector parece quedar excluido o perplejo. Como si los acontecimientos diversos hubieran desaparecido en el interior de una pátina fina y transparente, la percepción que refiere este libro también se apelmaza en esa superficie lisa y homogénea. Así es que los diálogos, o los enunciados en inglés, o las inscripciones callejeras, o los nombres de productos comerciales, se integran al discurso sin discordias, casi en sordina, lo que permite reorganizar la multiplicidad de registros, imágenes y hechos en un universo nuevo que carece de jerarquías. Si hay movimiento en estos poemas, pertenece a la referencia pero no a la enunciación. Se fija en la lentitud (el goteo de una canilla) o en el cruce violento de seres y objetos (un camión a punto de atropellar a un ciclista) una temática, frente a la cual el lenguaje resulta implacable en su poder de inscribir y fijar, pues aquello que designa parece quedar sometido a una suerte de congelamiento. El efecto que produce lo real resulta el de un frío estremecimiento de desazón que no permite indagar más allá.

Cuando mirar se enlaza al escribir, los objetos y el mundo en general pasan a formar parte de un relevamiento. Pero a diferencia de las miradas rigurosas de las investigaciones de la ciencia, cuyas observaciones conducen a clasificar matrices y paradigmas, aquí cualquier lista de inventario anula las diferencias y juzga los objetos con un criterio uniforme de importancia ("Magnetos en la heladera para/ entrega de pizza, farmacia,/ remises, libros, sandwich./ El recorrido de las líneas del subte/ trazado en la pared, iluminación artificial,/ miguitas, moretones.").

A su vez, las personas de las cuales se habla, parecen diluirse en la imprecisión. Se predica algo de ellas, o se las muestra en acción, o se las describe mínimamente, y luego se pasa a otra sin solución de continuidad, reafirmando una suerte de narrativización que agrupa diversas voces y perspectivas sin ningún aviso previo. Así es que en el poema "Le dio el encendedor sin una sola palabra" no se sabe a quién se menciona, quién es el depositario de la acción, quién la realiza, quiénes "la escuchan", quién va "a dar un par de consejitos/ para las dificultades".

En Las últimas mudanzas el mundo se vuelve ajeno a cualquier explicación, y si alguna vez hubo esplendor, fue absorbido por un "mar gris [que] inunda el cielo gris." El conjunto de los días, de los recuerdos, del mundo, se reduce a extensas enumeraciones que pierden fuerza en el encuadre que construye la mirada. La vida se diluye, carece de energía, no hay furor, ni situaciones extremas; así es que el yo que enuncia en este libro, cuando afirma, tiene la certidumbre de que se pueden hacer muy pocas cosas, o en realidad, solamente dos: "uno duerme, / o hace listas."



De Las últimas mudanzas / Laura Wittner

        .

Epigrama

Dijiste algo y entendí mal.
Los dos reímos:
yo de lo que entendí,
vos de que yo festejara
semejante cosa que habías dicho.
Como en la infancia,
fuimos felices por error.



Rapture

después
el oxígeno se agota,
un segundo antes alcanzamos
a acercar ceniceros, vasos,
el teléfono.
Cuando todo lo que podría
llegar a ser necesario y a estar lejos
rodea la cama
ya no hay qué hacer ni qué decir.
Literales, charlamos de esto y de lo otro
y cada uno vigila una salida
por donde la dicha pudo haber huído.
Si lloviera dentro de esta habitación
el agua no haría más que lavar
unas piedras tibias.



Me cuenta mi padre...


Me cuenta mi padre que Toronto
es de vidrio y colores contra el blanco de la helada
y tiene diez kilómetros
de ciudad subterránea.
Aquí hace calor, yo paso en la oficina
algunas horas de la tarde,
vos tenés encendida la TV
y me llamás por teléfono. De paso
desbaratás Toronto
decís que una ciudad
intercomunicada bajo tierra
es una idea insensata –que si fuera por vos
no existiría población en Canadá,
tan a trasmano de un clima razonable.
Me quedo un rato largo sentada
frente al escritorio, pensando
en un material que pueda
ser modelado con los dedos
pero que también, con la presión
y la insistencia
se empiece a deshacer en migajas
hasta devolverse al vacío.

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Amor y lucha/ Beatriz Vignoli

Mate cocido / Diana Bellessi
Nuevohacer - Grupo Editor Latinoamericano
Buenos Aires, 2002



Cuesta entrar en los poemas casi ideogramáticos de "Mate cocido", pero, una vez que se da con la clave (clave espiritual, anímica), el libro es como uno de esos refugios terrenales paradisíacos que luego de descubrirlos nos dejan preguntándonos: ¿cómo pude vivir tantos años sin esto? Terminar de leer y releer estos ochenta y siete poemas deja con la sensación de que "Mate cocido" es un título injustamente humilde, ya que la manera que tienen de nutrir el alma los asemeja más a un "Guiso carrero" (título de uno de los poemas). ¿Y qué escribir sobre ellos, cuando la sensibilidad y la emoción nos superan? Libro inasible para la mente éste, precisamente por la cercanía afectiva de su tono y de sus temas, y por la sincera claridad con que demuestra esto: que es posible hacer buena poesía con buenos sentimientos. Quienes crean que no, pertenecen a esa zona biófoba del Modernismo para la cual, como dice el tango, el mundo fue y será una porquería... entonces, si nada fuese amable, la buena literatura sólo podría brotar del desprecio... Contra semejante blasfemia se alza la voluntad política de Diana Bellessi. Con muy amables maneras nos demuestra la falsedad del dogma gnóstico que dice que el mundo es todo malo: esa (se reflexiona después de la lectura) no es otra que una verdad a medias inculcada por aterrorizadas madres urbanas, y Bellessi –al igual que su más noble antecedente, la poesía romana clásica–, no ha renegado nunca de su origen rural. El mundo de "Mate cocido", que retorna un poco al de sus primeros libros, es natural casi hasta lo bucólico, pero jamás aburre. Al contrario, es rico en toda una minucia de acontecimientos. Vinculados afectuosamente entre sí, los personajes se repiten de poema en poema, y van armando una especie de saga familiar: Talita Kumi y Zokol, los perros, sufren un destino que es compadecido por algunos de los humanos, entre ellos "el Tata" y la poeta misma. Además están los niños, las amigas, la hermana, y los antepasados, estos últimos presentándose en "nítidas" visitas (¿fantasmas?). Animales, plantas, hombres y mujeres de diversas razas: todo es elevado a la misma dignidad. El yo lírico es menos un centro que una atmósfera de emoción para estos seres, cantados con una voluntad de épica menor. La experimentada voz, segura y firme, que dibuja este mundo (y que se da el lujo de mostrarse vacilante sólo por amor) celebra la belleza de todo lo viviente: "En la mañana gris/ campanitas/ salpica entre las ramas/ esta magia" ("Ipomeas"); "no quiero irme, mundo/ tan hermoso" ("Don Eduardo"); "Tan justa me parece/ la oportunidad de vivir Dios nuestro" (Fantasy) y en esta plegaria de gratitud se incluye una mirada afectuosa sobre lo que otros espíritus religiosos, en su fanatismo, desecharían como productos artificiales: "Ah, estrellitas taiwanesas de mi lápiz/ glint stars..." (Fantasy). El concepto benjaminiano de "redención" viene a la mente en relación con esta actitud, que bendice la obra humana. ¿El poema puede cantarse a sí mismo, entonces? Claro, son poemas de amor de lo que se ama también a sí mismo, se ama y se restaura. El deseo activo de todo bien, sanador de todo daño, tal el poder eficaz de esta poesía, su magia blanca.

El canto celebratorio de aquello cuya experiencia incluye al sujeto, abarca a la poeta como habitante de una felicidad siempre provisoria, y nunca del todo ajena al paso del tiempo. Con sagaz prudencia, esta voz lírica no sucumbe a la fascinación ideal de lo sublime: ni siquiera se deja obnubilar por el vértigo de la total insignificancia. "Qué manera de anhelar/ la insignificancia. Sólo/ ella brilla como gema/ y parece no banal", dice la primera estrofa del poema "Novecento", como si la mayor cantidad pensable de abyección o de nada cupiera en la medida de un: "¡Qué manera de llover!" Pese a rozar los límites de la rarefacción y el hermetismo, esta palabra busca y encuentra su mesura en el decir popular. Con todo su cotidianismo, esta es una poesía de alta condensación lírica, que cuando atiende al ritmo de la cumbia lo hace para enrarecerse, abreviarse. La tensión resultante es un problema de quien lee y ve desafiadas a cada verso sus expectativas de hallar algún rasgo populista en las referencias a lo popular. Lo político, en esta poesía, es no violento: su lúcida y acrisolada conciencia se traduce en una desinteresada ternura. Esa ternura y ese respeto abren precariamente un paraíso en la tierra: precariedad que pide un poema siguiente, que demanda la repetición del gesto que volverá a abrir el cielo. Hay un lugar humano en cada uno de estos poemas, un lugar donde habitar, donde el alma puede hallarse en casa. No odiar, no temer, parece ser el mandato ético tras estos versos, cuya apariencia superficial de panteísmo franciscano es engañosa, ya que primero se elige con cuidado el objeto de amor: siempre entre los inocentes. La inocencia de los seres puros es defendida aquí, bien defendida contra el discurso perverso del poder. Amor y lucha son indisociables, en esta lírica en lucha por lo bello del mundo.

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De Mate cocido / Diana Bellesi



La dualidad abolida

Qué tan bello
como una carretera
en mitad de los trópicos

no se sabe
bien del atrás y menos
del porvenir, tampoco

se está en otra
parte sino del todo
allí en el instante

dicen siempre
pero hoy digo no,
o está el instante atado

a un fulgor
remoto y soñado
donde hicimos el plan

de una vida
para volver allí,
la verdadera tierra

sí, natal
sin dinero ni objeto
salvo enamorado

frenesí
de extraviarnos qué tan
bello como una ruta

extendida
en el desierto verde
me hablaría a mí?:

la rutina
de días donde el tiempo
es marea tendida

que asciende
o que baja borrando
numerales de páginas,

calendario
de oro o de humo,
lleno o luz desnuda

kuán o la
contemplación, bananos
y entre sus hojas púrpura

corazón
la suave voz del Tata
el mate y colibríes

no se sabe
bien del atrás y menos
del porvenir, se está

aquí y es
parte ninguna sino
fulgor, tierra natal




Tributo

Ya nos volvemos viejos
el Mudito y yo. Alzo
la mano y me contesta,
alza la suya y
le respondo yo. Muelle
o río de por medio
y un dulce amor tan grande
como el tiempo en el medio,
Ramón y yo volviéndonos
viejos. Su gesto siempre
me ilumina, qué será
lo que nos une tanto
vientecito del norte
en los veranos, ¿sabe
que soy su narradora
y mi héroe es él, gesto
iluminado y yo
palabras en la boca
traición que mal escucha,
un puente al fin tendido
al corazón? Parecen
tan precisos sus actos,
remar, puntear las zanjas,
cortar el pasto. Limpio
movimiento del cuerpo
grácil, sabe lo que hace
y yo no siempre, sólo
si lo miro. No obstante
no es eso, la sonrisa
abierta, la alegría
austera y precisión
de su frase en el gesto
con las manos. No tiene
labia de más, parece
su voz sagrada ¿eso
será? No..., te acordás,
también tuvimos charlas:
me mostraba un anillo
imaginario hablando
de amor, hijo tenía y
mujer que aquel verano
volvió con la amiga
que fue el amor de Juan
O aquella vez: estás
triste?
preguntó con
su mano tocándose
el corazón. Lo supo
porque es sabio, y bueno
su mirar, este amigo
tan querido, los dos
poniéndonos ya viejos
Ramón, qué lindo, vos
y yo




Novecento

Qué manera de anhelar
la insignificancia. Sólo
ella brilla como gema
y parece no banal

La pródiga vuelve a casa
sin haber atesorado
prodigio alguno, una mano
atrás y otra adelante

La de atrás recoge aquello
que ahora reconoce, cofre
de tesoros recibido
siempre de los otros, hay

que abrirlo con la mano
de adelante, retrasada,
que los jóvenes empujan
Sí señores pero ésa

es la magia si se llega
a tiempo. Cruz del camino
detenerse un poco aquí
a ciegas y después otra

vez hay que elegir por dónde
perecer en la agonía
del acierto o el error,
esa repetición propia

Recuerdo una vieja historia
de amor. La señora era
rica, la heroína no
No seré tu contadina

dijo, y rompió los lazos
con orgullo aunque se fuera
el corazón. Me decían
gringa pero no era honor

de piel blanca y go home, gringa
bruta, una paria del campo
vuelta luego pata sucia,
los negros del otro lado

de la vía. Roce y viajes
o educadita la mona
aunque la vistan de seda
pal monte tira si llega

a tiempo. Decime vos
que soy la única, blanca
cabecita que conozco
decilo sí, por si acaso
la insignificancia olvido




Ipomeas

Asalta en las mañanas
De profundis
Un fulgor imposible
y fugaz
Crece como las habas
de aquel cuento
Puede ser tan voraz
la belleza
En la mañana gris
campanitas
Salpica entre las ramas
esta magia
Trepa una ligereza
que asfixia
Es corona y cepo
De profundis
Monocromo vitral
el azul
de la naturaleza

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La unión de los subalternos / Eva Murari


Natatorio / Martín Rodríguez
Siesta
Buenos Aires, 2001

 

Las personas mayores
¿a qué hora volverán?
César Vallejo

Si como afirma Santiago Llach en su reseña a El conejo de Martín Rodríguez en VOX virtual N° 9 "lo que hacen las palabras es configurar una relación con el Estado", en Natatorio esa relación se establece a partir del vínculo del poeta- niño y su palabra con relación a su familia, más específicamente a las "personas mayores" (su tío, su padre, su madre). En ese sentido el poema que abre el libro puede leerse como un arte poética: al poeta, de madrugada, se le "prende la lamparita", y busca inútilmente papel y lápiz, antes de que llegue el día y el poema se le esfume. Casi con vergüenza y a escondidas busca papel y lápiz mientras los otros duermen, entonces el tío lo sorprende: "qué hacés con eso ahí prendido/ dijo el tío en el pasillo eh?/ sí, ya la apago/ y escribí en el baño/ con lápiz delineador/ lo que tenía prendido." La poesía, como una luz, quema, urge escribir para apagar esa luz, para evitar el escándalo familiar que esa luz provoca.

El poeta se afirma en su diferencia contra el orden familiar (en la casa todos duermen y él "con eso prendido"), pero se afirma tímidamente y a escondidas: escribe en el baño con lápiz delineador. Es la voz de un poeta asediado por el orden familiar. Ese orden, representado por los padres y las personas mayores, no sólo es represor, como el tío, sino que trae consigo la muerte: "padre que meó una vez/ en un arbolito y dejó de crecer el arbolito/ no dio más sombra."

Contra ese orden la palabra tímida y la unión de los subalternos, de los niños (la hermana, las primas), que huyendo del chirlo, del cinto, de la cacería del padre, se refugian en un mundo de sapitos y huevos. Quisieran haber nacido de un huevo, vivir adentro de un huevo y volver al momento anterior, a entrar de nuevo "por el / culo de una gallina". Sin embargo están afuera, y en sus juegos y en sus pequeños movimientos instauran otro orden también violento, lento y voraz como el de las hormigas cuando se comen al abuelo.

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De natatorio / Martín Rodríguez



no estaba lejos,
estaba en el taller del tío
de madrugada
mientras todos durmiendo en
un silencio de
máquinas apagadas o corte
de luz
un vacío ahí se me prendió
la lamparita
que se quema
en una noche
la lamparita
se concentra
como un huevo
atrae un gallo
hasta su resplandor
leve y yo
buscando un papel y un lápiz
antes que se me apague antes que despierte el gallo
entré a la casa mientras dormían
qué haces con eso prendido
dijo el tío en el pasillo eh?
sí ya lo apago
y escribí en el baño
con lápiz delineador
lo que tenía
prendido



*


padre que meó una vez
en un arbolito y dejó
de crecer el arbolito
no dio mas sombra
hasta los perros lo esquivan
no reconocen categoría de árbol
padre mío
clausurándolo. se encogió
dejó caer
todas las hojas
ni el agua lava
la mancha original
oh árbol engañado



*


adentro del huevo
algo se oye? Sí, entre la
clara tibia flota un chinito llorando
lo acercás a la luz se ven sus ojos
dos tajitos de yilé
tendría que enterrarlo, vio
el hongo nuclear y trepó
se metió por el
culo de una gallina, "soy
muy peque-
ño para morir..."



*


la señorita viene a la rastra
donde estoy meando
el arbolito te voy
a rebanar el pito
como lombriz por tierra
viboreando, me decía a los gritos
era la tarde y volvíamos del museo
los demás seguían su marcha a la escuela,
después la señorita aprovechó para
apartarme del camino al oído
me dijo: me harías eso a mí?
Sí, le dije
Y ahí la ví: era un árbol más...
Me quedé un rato
orinándola,
ella casi se dormía...



*


un respetuoso trabajo de hormigas:
cuando comemos carne
y cuando comemos pan comemos carne
pero al abuelo ni lo comemos tan voraces

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Sin puerilidad azucarada / Carlos Battilana



Blume / María Paz Levinson
Buenos Aires, Deldiego, 2001.



En el mejor poema de este libro, "El interior", aparece una joven que a través de la ventanilla del colectivo observa escenas privadas dentro de las casas y los departamentos. Episodios familiares, individuos que miran la televisión, cumpleaños que se festejan, sonrisas y ceremonias íntimas ("los espacios cerrados/ como refugios/ la gente reunida alrededor de/ una mesa/ comiendo /o/ mirando tv"). Sin embargo, como si se tratara de las secuencias de una película muda, la audición desaparece, los ruidos y las voces se excluyen, y lo que se privilegia es una mirada que acumula estímulos externos. ¿Qué característica tiene esta mirada? El recorte que realiza, la remite al pasado, y particularmente establece relaciones entre ese presente vacilante y la niñez, de la que se recuerda una madre enseñando, secretamente, a sus hijos a ser fuertes. Lo interesante de la poesía de María Paz Levinson (Bariloche, 1978) es que, a diferencia de muchas poetas de su generación, su perspectiva no resulta almibarada; tampoco se apela como principio constructivo básico a la ironía. Cuando ésta aparece no es producto de la jactancia, sino más bien de la decepción. Es por eso que Blume se desmarca de cierta puerilidad azucarada pero nunca de la infancia. O mejor dicho, se apela a la sabiduría que ella puede proveer y de la cual se extrae un orden que organiza la mirada.

A través de un relato autobiográfico, vemos a la madre conduciendo un automóvil levemente roto rumbo a la escuela, llevando a sus hijos en el frío del invierno. La escena proporciona una imagen tenaz que queda como efecto de lectura, una imagen que campea la soledad y sobre la que se basa cualquier posible acción. En estos términos, la comunicación parece imposible o por lo menos dificultosa, y casi se diría que es el tema del libro.
        
Blume se compone de cuatro poemas largos. En ellos hay tres figuras centrales: el padre, al que se evoca con terror y desencanto ("Lo único terrible es el padre"), la madre a la que se recuerda en una actitud activa ("siempre temiendo que le pase algo con el auto/ y que tenga que bajar a pedir ayuda con esa ropa/ pero lo seguía haciendo") y el sujeto poético que vacila acerca de su futuro, pero sin mayores estridencias, avanzando morosamente, casi en silencio, a través de un bosque lleno de enigmas cuyo desciframiento parece estar demasiado lejos.




El interior / María Paz Levinson


Voy en colectivo por
esta ciudad enorme
a la noche las
estrellas y
el viento no
frío
sobre la cara
la ventanilla
bien
abierta
veo a eso de las nueve de la noche
las casas y los departamentos        
su interior
la decoración de cada uno
los veladores
los sillones
los espacios cerrados
como refugios
la gente reunida alrededor de
una mesa
comiendo
o
mirando tv
o
haciendo ambas cosas al mismo tiempo
atravieso
todas las
escenas al
pasar
con la velocidad que el chofer prefiere para
un domingo.

Mi mamá
solía llevarnos al colegio
cuando hacía mucho frío
en auto
era
tan temprano que
estaba todo oscuro
ella
elegía del
barrio
las calles más angostas de
tierra
nos mostraba al pasar
sus descubrimientos: diferentes
ventanas iluminadas donde
se veía a gente
desayunando
en silencio.
Cuando había una casa que le gustaba mucho
iba más despacio
admirando esa
geografía la
reunión temprana de
una familia que
con el paso de los minutos
se iba a desintegrar
unos al colegio
otros al trabajo.
Nosotros no acostumbrábamos
a desayunar así
(todos sentados a las siete de la mañana)
no
mi mamá nos daba un mate
una tostada
parados en la cocina
o sentados en la mesita medios dormidos
uno primero
otro después
por turno
esperando
la salida para
despertarnos en
un instante
por el impacto
del frío
nieve viento o lluvia
nos llevaba
en el renault cuatro
rojo
todo congelado las ramas del pino
que lo cubrían un poco de la helada
era nuestro garage
mi mamá
con las botas
el sombrero su
camisón y un
tapado largo
salía a llevarnos
siempre temiendo que le pase algo con el auto
y que se tenga que bajar a pedir ayuda con esa ropa
pero lo seguía haciendo

un día
me contó que
le pasó algo
y que tuvo que bajarse
con el camisón y el tapado
y que se bajó de un auto
un hombre a ayudarla
que tenía una campera
unas botas
y pantalón de pijama

Veo ahora el interior de una casa donde
alguien sirve té y hay muchas personas alrededor de
una mesa ovalada de madera oscura
se los ve conversando y riendo
hay padres con sus hijos
y adolescentes hablando en voz baja.
En el centro de la mesa una
torta de chocolate sin tocar, una
tarta de frambuesa y
otra de duraznos que está
a punto de ser
cortada.

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Acerca de un sapo en la historia
de las inversiones inglesas en la Argentina
/ Sergio Raimondi

El mundo maravilloso
de Guillermo Enrique Hudson
/ Ezequiel Martínez Estrada
Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2001
.



Ni siquiera una de la tesis mayores de este libro, aquella de que buena parte de la "gran literatura argentina" está escrita en inglés y según la cual los viajeros Darwin, Andrews, Head, Haig o Mac Cann serían así nuestros primeros hombres de letras, porque ellos --a diferencia de los propiamente argentinos-- habrían dado cuenta con mayor amplitud y conocimiento de causa de la vida del país, importa tanto como el hecho de que Estrada se permita mencionar al pasar la relación de amistad que estableció con un sapo en su chacra de la provincia de Buenos Aires, ya que si bien en el postulado de una literatura nacional en inglés se puede aún hoy percibir la reacción enzimática que el gobierno de Perón generaba en el autor --la primera edición de Hudson es de 1951--, la perspectiva de pensar en una respuesta coyuntural y orgánica, que equiparara la escritura de este libro a una generación de anticuerpos, hace poca justicia al cúmulo de problemas perfectamente contemporáneos que se ponen en escena, y para indagar los cuales conviene menos analizar los criterios postulados para definir una literatura local que el modo en que se entiende la idea de una literatura realista que incluye lo fantástico y es capaz de dar cuenta de ese sapo que se arrima al umbral cada vez que hay música en la casa.

Estrada serpentea y no hay que confiarse. Si alaba una y otra vez que Hudson sea capaz de darnos la experiencia de oir el canto de la alondra al margen de una tendencia a la afirmación contundente, sin el menor asomo de erudición y evitando formar un determinado sistema explícito, lo hace en una prosa regulada por la aparición constante y funcional de sentencias, con extensísimas citas de Carl G. Jung, Max Scheler, Hellen Keller, A. L. Kroeber o Henri Bergson y desde una perspectiva esencialista, romántica en su orgullo del individuo y en su teoría del genio (con el rosario psique salvaje - psique del niño - psique del artista), animista ("el alma ha sido desalojada hasta de los textos de psicología") y deudora de un humanismo universal cuyo grado de monstruosidad sólo es equiparable a aquel que él juzga le pertenece al Estado autoritario y fabril.

Escribe Estrada: "la vizcacha, la más habladora de las bestias". ¿Cómo habla una vizcacha? Así: "reóstato", "trebejos", "similicadencias", "opoterapeuta", "poliedro de la realidad", "pantomímica", "hilozoísmo", "pampsiquismo", "anáglifos", "primieval", "estesis", "levigarse", "esfego", "indumento", "cinegética", "estagnación", "pentaprothomo", "pleroma", "aciduladas alusiones".

La sintaxis da el marco constante de antinomias al modo de las Vidas paralelas de Plutarco, aunque esos personajes que encarnan virtudes y defectos en contraposición son aquí las frases mismas, balanceadas en subordinadas y paralelismos que ofrecen ya saber de las manos, ya saber de los libros; instinto por un lado y por otro inteligencia; arte acá, allá ciencia; la verdadera --a diferencia de Keats-- belleza en un platillo y en otro su apariencia, la insípida y rígida verdad; y --ay, más terriblemente aún-- la elección suprema: vivir o saber. Pero cuando se deja de ver cada frase por separado o la gran y panorámica frase del ensayo y se pasa a distinguir la relación de unas claúsulas con otras, se advierte que esa sintaxis --un modo de ordenar el mundo-- elige menos fanáticamente de lo que parece a primera vista, y que la alondra o el chajá, como enseñó Hudson contra embalsamadores y taxidermistas, han de ser estudiados en vuelo y en interacción con su ambiente, no en jaulas y vitrinas, porque lo que cuenta es el ave en movimiento, no esta frase o aquella: sí su dinámica; y no en pos de esa síntesis mayor a lo Uno que querría Estrada sino a favor de saltos o migraciones que obliguen a repensar lo dado.

Hudson es realista porque ve y sabe contar lo que ve. Pero ese sencillo apotegma en Estrada supone un mundo de problemas y reflexiones que distan largamente de la definición confortable de manual. En principio hay que discriminar en la sentencia entre una facultad y un oficio. Ver, por un lado, pone al escritor del lado de su historia de vida: Hudson escribe porque se metió entre los pajonales, cabalgó o caminó bajo la lluvia, durmió al descampado. Y no es sólo que Estrada conciba la experiencia en forma siempre anterior a la escritura, sino que considera que la intensidad de esa experiencia inicial nunca volverá a ser equiparada, ni siquiera en el momento mismo del recupero del recuerdo y el trabajo con el lenguaje: este aparente detalle le permitirá diferenciar las prácticas del "objetivo" Hudson y el "subjetivo" Proust. El supuesto constante tras esta idea es el de que el manejo técnico del oficio, aunque imprescindible, no cuenta como determinante o, al menos, de que se trata de un nivel a partir del cual nada fundamental podría explicitarse. Es un problema, y su discriminación no puede ser ajena al peso de la noción de “genio” –con todo lo que supone— en el autor, pero a esta altura esto es menos cuestión estricta de Estrada que del lector, si bien aquel se esmera en que su pormenorizada e inicial biografía no sea nunca exactamente lo que habría de esperarse de ese tipo de narración.

En principio ver no es sólo ver: el realista no tiene ojos sino un cuerpo. Hay entonces la preocupación constante por evitar la separación de los diversos sentidos a fin de que se considere el cuerpo todo como órgano activo. ¿O acaso el que ve el chajá elevarse hacia la tormenta no oye, al mismo tiempo, su grito, y no, al mismo tiempo, olfatea la llegada cierta de la lluvia en el viento, y al mismo tiempo no siente en sus brazos los golpes de la agitación del pajonal? Y... no. Estrada ubica la separación y disminución de nuestras facultades, cuya evidencia mayor es la primacía intelectual del sentido de la vista en detrimento de los otros, en una historia y la denuncia como ideológica. Nietzsche asoma en Estrada cuando se advierte sobre la abismal diferencia que postulaba Hudson entre pensar frente al escritorio, pensar cabalgando o pensar andando en bicicleta. Pero la serpiente que se extiende a lo largo del terreno, hipersensiblizada al punto de distinguir, en una suerte de contacto a distancia, el paso más leve a cientos de metros ya no sale de atrás del estante del Ecce Homo: tiene que ver también, y particularmente, con este lugar; acá.

Oído para comprender que la calandria de la Patagonia ejecuta sus variaciones sin una partitura sobre el atril de una rama; tacto para discriminar entre la textura de la arena, la tiza o la madera; olfato y gusto para establecer un nexo con la memoria más lejana o, bueno, hallar buenos pastos ubicados a kilómetros. La comprensión con todo el cuerpo es necesaria para obtener lo máximo posible en la confrontación con lo que sea lo real; menos imprecisamente y a modo de ejemplo: un gorrión. Aristófanes dijo que los pájaros enseñaron al hombre a cantar. Estrada va con Hudson más lejos y afirma que le enseñaron a pensar. Como si dijera: ¿es posible dar cuenta del gorrión sin que nos pongamos en su lugar? Y además: ¿es posible ponerse en su lugar sin que ese ejercicio implique necesariamente revisar las pautas de conocimiento previas con las que arribamos ahí? "En primer término, en las relaciones entre el hombre y el animal, siempre hay un handicap, un desventajoso punto de partida para las 'irracionales criaturas de Dios', porque el hombre pretende que ellas se adapten a su modo de ser y de pensar sin que jamás se le ocurra lo contrario" (258). ¿Qué hago entonces con la privilegiada vista ante un caballo que se detiene en plena oscuridad de la noche y se niega una y otra y otra vez a avanzar? Nada hay ahí para ver, porque la captación glandular del mundo que el caballo tiene en ese momento está en el olfato... y a menos que sea yo quien trate de ejercitar esa facultad para que la naturaleza deje de ser un mapa de objetos sólidos y se constituya como una cartografía química y magnética...

Quien pregunte qué tiene esto que ver con la literatura no podrá entender por qué Hudson se quejaba de que las flores no tuvieran aroma en los poemas de Wordsworth. La voluntad de analizar los modos de acceder o codificar los datos de la realidad repercute inevitablemente, por ejemplo, en una pregunta por los límites de lo que sean arte y ciencia y por supuesto por los límites más particulares de género: lo que hace Hudson es para el literato un tratado de ornitología, y para el ornitólogo, ¡pura literatura! Esa indefinición es política, porque supone por un lado una conciencia de la fragmentación ideológica de los dominios de conocimiento y por otro la conciencia de superarla. No dice Estrada que la literatura puede ser tan rigurosa como la ciencia; dice que puede ser aún más rigurosa, tanto en su capacidad de ampliar los contextos al margen de los sistemas ya delimitados de conocimiento (y a favor de saberes sin el sello de la institución), como en el espesor con que concibe el lenguaje. "La poesía no es tanto una necesidad expresiva de quien comprende la belleza, cuanto una necesidad de ser exacto y fidedigno" (260). Pero para que la metáfora funcione como instrumento de precisión la reflexión sobre la literatura debe ser más amplia de lo habitual. Estrada lo hace, y no haría falta decir que no se trata de acordar con él sino de verificar su capacidad para poner los problemas en escena, como cuando, sentencia en mano, ejecuta "Contar bien es comprender bien", donde lo que importa es menos su afán por instaurar un criterio de valoración que su obsesión por resquebrajar el sistema autónomo con el que se puede concebir la técnica y el oficio.

Hudson no nació, vivió y murió –según afirma Estrada-- como un roble. Su prosa tampoco --al decir del pobre Conrad que se angustiaba dando vueltas una y otra vez a sus propias frases y se rendía ante la fluidez de las de su amigo-- "crece como la hierba", porque en todo caso habría que ver qué hierba y en dónde, ¿no?, ya que afuera de una expresión banal y sublime como esa a los pastos les cuesta en principio agua y sol crecer y no siempre los tienen. Hudson está en una historia en disputa tanto como Estrada, y lo que vale aún es que el segundo haya visto en la ausencia de las cuestiones más propiamente políticas en los textos del primero no la ausencia misma de la historia sino la ausencia de esa tradición que llamó fiscal, aquella de próceres y mitos militares y unipersonales que, encaramada a las alturas de la épica, diseñó la historia estatal confiscando y distrayendo tanto la facie económica de la República ("uno de los ganglios infartados del sistema de ocultación patriótica de la verdad", escribía brotado en Los invariantes históricos en el 'Facundo') como los materiales más cotidianos de los que Hudson sí da cuenta: las historias, no ya la Historia, de aquellos que no alcanzarían bajo ningún punto de vista la estatura de un prócer, hábitos y costumbres de cada cual y también, por supuesto, vida, gloria y muerte de caballos como el Moro, de vizcachas, serpientes, gorriones y ovejas guachas que degluten la obra de, pongamos, Mitre.

"¿No se falsificó la historia al amparo de no tener una literatura, y no se expurgó la literatura porque no teníamos sentido de la verdad histórica?", vocea también en Los invariantes. La pregunta corrió, corre y correrá el riesgo de perderse no sólo a a causa de su enormidad sino de la facilidad con que construye en quien la pronuncia la figura de un Tiresias que dice lo que pasa y ha de pasar y a quien nadie cree. Por eso la eficacia de este libro sobre Hudson, en que esa indagación mayor e imposible logra concentrarse aquí y allá en la neurosis de un gorrión o en la conversación de un batracio.

Postular la literatura de los "Viajeros Ingleses" y de Hudson como lo genuinamente argentino es dramático en tanto y en cuanto se evite ubicar a Haig, Mac Cann o al propio Hudson en la historia de los negocios británicos. Pero tan dramático en todo caso como si no distinguiéramos en la prosa de Alberdi o los poemas de Echeverría la mirada de aquellos, tramada a su vez por las anotaciones de otros en una filigrana donde es posible vislumbrar que la representación de la pampa argentina tiene demasiada relación con la imagen que tuvo Humboldt de los llanos de Venezuela (ver Prieto, Adolfo, Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina, 1996). Si, como propone Estrada, Hudson se embarca a Inglaterra porque entonces el país estaba dejando de ser aquel paraíso del que escribiría con apasionada nostalgia ("¡El año 1874 es el de la terminación de la presidencia de Sarmiento, que dejó escapar este divino gorrión!"), hay que reconocer que un hipotético paraíso sólo existe en relación a lo que hipotéticamente no lo sería --en este caso, la ciudad de la revolución industrial--, y que la interdependencia entre una visión y otra se da tanto a nivel de representación como de hechos materiales y desiguales, por lo que hablar de "lo genuino", "lo auténtico" o "lo puro" --como hace el Estrada esencial y jerárquico una y otra vez-- es viciar la historia de al menos uno de los componentes.

Estrada quería que una metáfora funcionara en el texto como una escama. Y sin duda ante el ejemplo de la abeja o el grillo, cuyos instrumentos "musicales" forman parte de su propio organismo, le habrá preocupado no haber nacido con una pluma entre los dedos. Puede ser útil operar con y contra ese exceso, dimensionar desde otro lugar su idilio -en este caso económicamente aséptico-- con la naturaleza (Hudson formaría parte de ella), y llevar a la historia y al lenguaje su captación de las complejidades que puede suponer la escritura de lo cotidiano y lo real, como si pudiéramos ganar sutileza y no ya hablar vagamente de presión, calor, humedad o frío sino de sus matices variadísimos de intensidad, o dar cuenta de una historia imperial sin que nos resulte extemporánea, banal o lo que sea --sino necesaria-- la presencia de un sapo milonguero o, sencillamente, ¿sencillamente?, de un sapo.

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Mundo libresco

 

 

Epílogo a la reedición de Arturo y yo / Edgardo Dobry

Arturo y yo / Arturo Carrera
Alción, Córdoba, 2002

 

I

Cuando Arturo Carrera declara, en las entrevistas, que la mayoría de sus amigos son pintores, y que él aprende mucho de ellos acerca de procedimientos y materiales, el lector, siempre ávido de pistas, podría equivocarse acerca de la verdadera filiación de su poesía. En la clásica división entre poetas del oído y poetas de la vista, entre auditivos y visuales, musicales y pictóricos, toda la poesía de Carrera es un entramado de voces: un "collage", sí, pero de voces. Voces de niños, de tías sicilianas, de los padres, voces de la música de Debussy, de quien Carrera tomó el título de uno de sus mejores libros, Children’s Corner (de paso evocando cifradamente, creo, esa siesta del fauno a la que Debussy convirtió en obertura: ese fauno que es Arturo en varios de sus poemas, ese fauno viejo que se duele de la melodía del fauno niño en el cuadro que sirve de portada a Arturo y yo).

Escrito con un nictógrafo se titula el primer libro de Carrera, publicado en 1972. Título significativo: el nictógrafo es un invento de Lewis Carroll para escribir en la oscuridad. Y no es sólo que Carroll es una presencia constante en la poesía de Carrera, sino que a través del país de Alicia llegamos a la Lógica del sentido de Deleuze, que se abre con esta frase: "La obra de Lewis Carroll tiene todo para satisfacer al lector actual (...). Y más allá del placer actual algo diferente, un juego del sentido y el sinsetido, un caoscosmos". Ese libro, que Deleuze define como "ensayo de novela lógica y psicoanalítica", da un marco de legibilidad (sólo uno de los marcos posibles, pero uno de los más posibles) para la poesía de Carrera. No sólo en la medida en que la broma deleuziana vale también para Carrera, en tanto desde la filosofía y desde la poesía cada uno de ellos converge en la "novela" (en el sentido en que un tratado de filosofía no pudiera ser una novela, de la misma forma en que una serie de libros de poesía tampoco podría serla, y sin embargo lo es: la novela psicoanalítica de Carrera, su propia recherche, y en este sentido parece atinada la observación de Roberto Retamoso, quien dijo a propósito de El vespertillo de las parcas que hacía naufragar la distinción de Bajtín entre palabra novelística y palabra poética), sino por ese modo de pensar y de escribir al borde del vacío, esa filosofía y esa poesía del acontecimiento (nada que ver con lo que últimamente se denomina "experiencia"; o, mejor dicho: frente a la vacuidad de la "poesía de la experiencia", la contundencia de la "poesía del acontecimiento"), esa producción de sentidos parciales y descartables, de lógicas ad hoc ajenas al optimismo de las premisas universales: el juego cuyas reglas no preexiste ni sobrevive a cada jugada, a cada acontecimiento, a cada huella. Algo antipódico de la abstracción del razonamiento, algo cercano a esa lógica de Valery cuando proclama: "lo más profundo es la piel". O, para decirlo en un cruce de términos pictóricos y teatrales, la representación posterior a la imposibilidad de representar, la figuración incompleta, menos hermética que demasiado abierta, la representación posterior a la clausura de la representación de Artaud, otra referencia inevitable.

"Yo insisto mucho con el tema de la voz", declaraba hace poco Carrera. Como el vespertillo del anteúltimo libro, ese murciélago ciego que sólo puede volar gracias al desciframiento de su propio grito rebotado en las cosas, el poeta deja que las voces reboten adentro de su memoria para sacar un hilván de discurso, ese hilo que guíe el sentido provisorio y sin embargo calcáreo de la identidad: Arturo y yo, el padre y el hijo, la partera y el neonato, los emparejamientos sanguíneos y los accidentales, la lógica loca del amor, las parejas de baile del poema. Carrera dice siempre que cuando viaja no lleva cámara de fotos, sino grabador. En su poesía la imagen visual se vuelve dinámica, narrativa. No en el sentido de Manuel Puig, con quien se lo suele comparar un poco superficialmente, por la recuperación de las hablas provincianas, de las tías que bordan y charlan con la cabeza metida en los huevos jurásicos de aquellos secadores de peluquería; a Carrera no le interesa la exaltación de lo popular, el golpe de Estado de lo popular en el ámbito de la literatura culta. El movimiento es más bien inverso: el poeta es un mitologizador de la memoria popular, aquel que busca en el acontecimiento individual la proyección de algo inherente a la historia, a la especie, a la nacionalidad. Las huellas dejadas por unos niños hace siete mil años (unos niños proto-argentinos, unos argentinitos avant la lettre) se vuelven voces, se mezclan con el mito grecizante (las parcas del título de su libro) y con las filastrocche de las tías sicilianas. Así como en el neologismo vespertillo —en una operación más específicamente gongorina que barroca— se mezcla el cultismo vespertilio (que significa murciélago) con la idea de algo que acontece al atardecer, que es la hora en que los murciélagos quieren salir: es decir que en su nombre el murciélago busca (a ciegas, pero con gran perspicacia de oído) algo que habla de su identidad, de su esencia. Por eso cuando Carrera dice que le interesa "el problema de la filiación" encontramos una doble vía para esa inquietud: la filiación de lo que llamamos "el acontecimiento", como aquello que en su carácter efímero revela algo esencial, definitivo (y aquí hay que hablar del lugar del niño, de la percepción del niño, del niño deleuziano, el mismo de Carrera, para quien todo es reciente y efímero, las palabras incluso, pero deja una huella definitiva, la huella por la que el poeta desanda el camino del tiempo, hacia la madre muerta, hacia las mujeres que hace siete mil años paseaban por la orilla de una laguna en Monte Hermoso). Y la filiación nacional, la lengua en la que el castellano se hibrida de dialecto, la abuela peronista que canta nanas en siciliano, la lengua de los diminutivos, de los simulacros, de las "propiedades portátiles" que, según Lewis Carroll citado por Carrera, marcan la primera impresión de un niño sobre la vida.

En esa filiación nacional, El vespetillo... marca uno de los hitos de la literatura argentina. La ilusión sarmientina del inmigrante cultivado se enfrentó a la realidad de un inmigrante analfabeto que habla en dialecto, y que no es depositario de la alta cultura europea sino de una regional tradición de creencias y saberes populares. Ese inmigrante que asqueaba a Lugones y al cual pretendía oponer la ficción de un castellano puro, no contaminado de barbarismos itálicos; ese inmigrante despreciado, contra el que se erigió toda una muralla china de esencialidades argentinas para mantener indefinidamente la cuarentena de su peligrosísima impregnación dialectal ("la lengua es el espíritu de la patria", decía Lugones, por eso había que evitar mancillarla de sicilianismos y otras malezas), aquellos analfabetos recién llegados a la frontera del desierto (recuérdese que en Ema, la cautiva de Aira, Pringles está, justamente, sobre la línea de frontera, en el límite de la "filiación") tuvieron su descendencia, y ahora un nieto de aquellas sicilianas busca en la memoria de las canzonette y las filastrocche la verdadera poesía argentina, la más elevada y pertinente que pueda hacerse.

En el inicio de la Lógica del sentido, Deleuze anota: "La obra de Lewis Carroll tiene de todo para satisfacer al lector actual: libros para niños, preferentemente para niñas; espléndidas palabras insólitas, esotéricas; claves, códigos y desciframientos; dibujos y fotos; un contenido psicoanalítico profundo, un formalismo lógico y lingüístico ejemplar". Es probable que cuando Deleuze escribió estas palabras no supiera que estaba escribiendo, también, la mejor definición para su propia obra; es seguro que no sabía que estaba definiendo, también, la de un poeta argentino cuyo nombre puede (debe) reemplazarse por el de Lewis Carroll en la frase que acabamos de citar. Deleuze profetiza en 1969 el advenimiento de la mejor poesía argentina del último cuarto de siglo, la de Arturo Carrera.

 

II

En el gesto vanguardista de cuyo impulso nace, Arturo y yo persigue una perpetua estrategia del desvío: de la identidad en el nombre, de la vida en el arte (como en la cita de Suzuki que lo encabeza: "La vida es una pintura... que debemos ejecutar de una vez y para siempre, sin vacilación, sin intelección..."), de la representación en la palabra. Desvío de la poesía, puesto que el vanguadismo de Carrera no es el de la eufonía épica, como en Lorca o Neruda, sino el de los nudos que dibuja el envés del costumbrismo: un Citroën amarillo que pastorea vacas en pleno campo, conducido por una Alicia recién vuelta del otro lado del espejo. "Hartura" de Arturo niño, en su libretita manchada de yerba mate por los chicos insidiosos; "sus lolitas en flor también/ a la sombra en un despertar anaranjado del verano", donde están Nabokov (y, a través de él, otra vez, Alicia) y Proust, donde está Catulo en ese amanecer pampeano: la utopía americana de la síncresis universal, del desvío perpetuo. La belleza del poema es el cociente de ese titubeo, el demonio de la dicción respira en la palabra escrita, cada vez que alguien abre el libro y lee.

Coro de murmullos, el poema es una textura de modulaciones: en Carrera el estilo es (un cambio de) humor. La exaltación, la tristeza; la perversa inocencia del cármina del campo argentino, donde un pájaro "canta como un teléfono"; de la precisa sinestesia en la naturaleza misma, "bajo el crujir del sol". Veinte años hace de este Arturo y yo que se decía: "Debería insistir". Y aún insiste —eso es un clásico—, lozano siempre como la novia inviolada de la urna griega, como este balcón sobre la pampa, donde el poema definitivo del desdoblamiento muestra su trabajadísma sencillez, tan artificioso y natural como un espejo (con nudos de tapiz en el envés).

Barcelona, 2002.

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Traducciones


John Koethe / Laura Wittner



5 poemas / 5 poems





Domingo a la tarde

Ideas como cristales y la lógica del violín:
otra vez las intrincadas evasiones se preparan
para avanzar sobre lo inarticulado. Y pronto
comienza la melodía matinal, las naranjas y el té,
la caminata introspectiva por el barrio,
el ruido ambiente, el grave lenguetazo de agua sobre piedras.
La paz que uno consigue lo encuentra a uno solo,
en recuerdos de libros, de partes de canciones,
o en los dulces encantos del modo pasivo:
dudar, cavilar, demorarse en la biblioteca y finalmente,
como de una silla verde y soleada, levantarse y partir.
Los mediodías parecen más oscuros, y los adolescentes
que siempre andaban por el estacionamiento ya no están.
Más agua en los ojos, más músicos desentonados en los subtes,
y desde la fuente de sentido un constante canturreo incidental.
Es una especie de reconfiguración, y el ejercicio solitario
que busca reafirmar su nombre suena hueco. En el cielo, el sol
está más bajo,
y cuando uno se vuelve hacia lo que sentía el hogar,
las ventanas empiezan a llamear con una luz desamorada,
como si las alcobas que ocultan estuvieran vacías. ¿Es así
el paraíso? ¿La misma perspectiva desde otra habitación,
poblar un paisaje visto desde el balcón de alguien
en un instante suspendido – un avión plateado asciende silencioso
y la vida, al menos la que uno ha conocido, se va alejando?

Yo pensaba que la gente entendía estas cosas.
Padecen la intrusión gradual de un vasto,
impersonal sistema de intercambios en el más íntimo dominio
donde cada objeto se refería a otro, cantándose entre ellos
en una hermosa regresión de olvido. La naturaleza como idioma
fiel a sus términos, pero con una cara casi humana
que tomó los románticos, oscuros movimientos de deseo, amor y pérdida
y les dio cuerpo, y los puso a la vista;
reemplazados por emblemas de lo más sublime,
como el Paraíso de Cantor, o Edward Witten con la vista perdida
mientras las hojas caen y un perrito corre entre ellas en el parque.
¿Algo de eso era mío? ¿Fue alguna vez de alguien?
El tiempo vuelve las cosas más sólidas de lo que eran,
sin embargo, estas cosas imaginarias – delfines y campanas, la soleada
terraza
y las alas verdes y brillantes, el islote lejano sobre el lago –
nunca fueron barreras, sino simples condiciones de ser, una niebla encantadora
que envuelve y como blanda sorpresa cede,
como si las cosas contra las que uno había empujado fueran cascotes de
espacio.
El aire de la tarde parece más dulce. La luna,
surgiendo de un laberinto de nubes en el cielo abierto,
arroja una luz tenue sobre los árboles. Infinitamente lejos,
uno casi cree oir – como si los dedos de un gigante solitario
dibujaran el puro y abstracto esquema de esas cuerdas
en un momento privado de deleite – las ambiguas ondulaciones
de las silentes sílabas, como un murmullo de abejas.



Sunday Evening: Ideas as crystals and the logic of a violin: / The intricate evasions warming up again / For another raid on the inarticulate. And soon / The morning melody begins, the oranges and the tea, / The introspective walk about the neighborhood, / The ambient noise, the low lapping of water over stones. / The peace one finds encounters one alone, / In the memories of books, or half-remembered songs, / Or in the mild enchantments of the passive mood: / To hesitate, to brood, to linger in the library and then, / As from some green and sunny chair, arise and go. / The noons seem darker, and the adolescent / Boys who used to hang around the parking lot are gone. / More water in the eyes, more dissonant musicians in the subways, / And from the font of sense a constant, incidental drone. / It is a kind of reconfiguration, and the solitary exercise / That seeks to reaffirm its name seems hollow. The sun is lower in the sky, / And as one turns towards what had felt like home, / The windows start to flicker with a loveless flame, / As though the chambers they concealed were empty. Is this / How heaven feels? The same perspective from a different room, / Inhabiting a prospect seen from someone else's balcony / In a suspended moment – as a silver airplane silently ascends / And life, at least as one has known it, slides away?
I thought that people understood this things. / They show the gradual encroachment of a vast, / Impersonal system of exchanges on that innermost domain / In which each object meant another one, all singing each to each / In a beautiful regress of forgetting. Nature as a language / Faithful to its terms, yet with an almost human face / That took the dark, romantic movements of desire, love, and loss / And gave them flesh and brought them into view; / Replaced by emblems of a rarefied sublime, / Like Cantor's Paradise, or Edward Witten staring into space / As the leaves fell and a little dog raced through them in the park. / Was any of that mine? Was it ever anyone's? / Time makes things seem more solid than they were, / Yet these imaginary things – the dolphins and the bells, the sunny terrace / And the bright, green wings, the distant islet on the lake – / Were never barriers, but conditions of mere being, an enchanting haze / That takes one in and like a mild surprise gives way, / As though the things that one has strained against were shards of space. / The evening air feels sweeter. The moon, / Emerging from a maze of clouds into the open sky, / Casts a thin light on the trees. Infinitely far away, / One almost seems to hear – as though the fingers of a solitary giant / Traced the pure and abstract schema of those strings / In a private moment of delight – the soundless syllables' / Ambiguous undulations, like the murmur of bees.





Au train

Me gusta la vista. Me gusta la clara,
inexorable luz que es a la vez eterna
y nueva año tras año.
Me gusta cómo el viento se aquieta
por la noche hasta que el lago queda inmóvil, y
cómo la niebla lo oculta en la mañana.
Me gusta sentir cuando llega la brisa y
luego ver el día emerger desde el
singular azul del cielo, con sonidos distantes
y sujetos que se agrandan a medida que se acercan a
mi mente, que se prepara para recibirlos.
Sé que la mayor parte de lo que hay queda
sin ver, sin sentirse o sujeta a la indiferencia
o el cambio; y sin embargo creo que quiero
ver las cosas de un modo que las muestre
irreales, finalmente como extensiones de mí mismo:
mirarlas como a aspectos de mis sensaciones,
reflejos de estos ánimos transitorios que
sé que van a disolverse, o sueños que los años
obliteran; y después hurgar en mi alma
y tratar de volver a convocarlas, hasta que
luzcan esencialmente igual – algunos botes, aquellos
árboles bordeando la otra orilla del lago,
la densa línea del horizonte – como refractadas por mis
propios recuerdos imaginarios. Las miro y
pienso en cómo habrán sido antes.
Pienso en todas las formas de felicidad, y en
cómo había fantaseado que llegaría a mí
en momentos menores de trascendencia cuando la
tierra adopta la cualidad del aire, su luz
transformada por esa mirada intensamente
introspectiva que encuentra su objeto en el cielo.
Pienso en cómo mi corazón empezaría a abrirse,
cómo unas nubes sobre un árbol podrían parecerme
cercanas como hojas, mientras que los sonidos comunes
– como pájaros, o coches a lo lejos – podrían casi sentirse
como si surgieran de muy adentro mío.
¿Dónde se fueron esas sensaciones? Tengo
un sentido más claro de lo que me rodea, pero ya
no está el brillo elemental, la mera ilusión de
salvación parece tan lejana, y día a día
la existencia es una carga, insulsa y llena de cuidados.
A veces creo percibirlo a la distancia,
ese ángel innecesario por cuya gracia
las piedras cantaban y mi corazón vagabundo respondía,
que transportaba mis ensueños a la tierra pero
allí los dejaba, confinados a lo que son,
aunque no exactamente. Y después me encuentro
reflexionando cosas, imaginando una ubicación
desde donde los años parezcan iguales, una
concepción de mí mismo y del mundo que
los coloque en perspectiva y termine
con sus conflictos. Creo que puedo haber
visto algunos fragmentos de verdad
ocultos en esas imaginarias sensaciones que
se presentaban en formas que no reconocía,
que me hablaban en términos de consuelo
y me prestaban algo más que palabras,
aunque menos que alas, y que eran simplemente
partes de lo que significa estar vivo.



Au train: like the view. I like the clear, / Uncompromising light that seems both / Ageless and renewed year after year. / I like the way the wind dies down at / Night until the lake grows still, and / How the fog conceals it in the morning. / I like to feel the breeze come up and / Then to watch the day emerging from the / Sky's peculiar blue, with distant sounds / And subjects magnified as they approach / My mind, and it prepares to take them in. / I know that most of what there is remains / Unseen, unfelt, or subject to indifference / Or change; and yet somehow I find I want to / See things in a way that only renders them / Unreal, and finally as extensions of myself: / To look at them as aspects of my feelings, / As reflections of these transitory moods I / Know are going to fade, or dreams the years / Obliterate; and then to stare into my soul / And try to wish them back again, until they / Look essentially the same – some boats, those / Trees along the shore across the lake, that / Dense horizon line – as though refracted by my / Own imaginary memories. I look at them and / Think of how they must have looked before. / I think of all the forms of happiness, and / How I'd fantasized that it might come to me / In minor moments of transcendence when the / Earth takes on the quality of air, its light / Transformed by that intensely introspective / Gaze that finds its subject in the sky. I / Think of how my heart would start to open, / How some clouds above a tree could seems as / Close to me as leaves, while ordinary sounds / – Like birds, or distant cars – could almost / Feel as though they came from deep within me. / Where did all those feelings go? I have a / Clearer sense of my surroundings, but their / Elemental glow is gone, the mere delusion of / Deliverance seems so far away, and day-to-day / Existence is a burden, dull and full of care. / At times I think I sense it in the distance, / That unnecessary angel by whose grace the / Stones sang and my vagrant heart responded, / That conveyed my waking dreams to earth but / Left them there, confined to what they are, / Yet more than that. And then I find myself / Reflecting things, imagining a vantage point / From which the years will all seem equal, a / Conception of myself and of the world that / Locates them in retrospect and brings their / Conflict to an end. I think I might have / Seen at least some fragments of the truth / Concealed in those imaginary feelings that / Appeared to me in ways I didn't recognize, / That spoke to me in terms of consolation / And that lent me something more than words, / Yet less than wings, and that were simply / Parts of what it meant to be alive.




El lago de flores blancas

Era un ideal limitado,
que hacía una virtud de su propia deficiencia:
oscuro, inerte, y silencioso en el núcleo,
y aun así rodeado de una delicada penumbra de ideas
y sensaciones chocándose entre ellas
en una vaga niebla de especulación.
Todo parecía tan libre y sin esfuerzo,
tan a salvo de cosas como el conocimiento
o la carga de la experiencia. Los años por venir
estaban aún sin formular, mientras que sus palabras
pasaban por mi mente como pequeños bips,
como un cielo azul con un friso de pájaros. Y
ahora parecen emblemas de otra era,
una era de aquiescencia y descubrimiento,
llena de interminables conversaciones,
interminables noches, y canciones como florecimientos
momentáneos que mudaban de forma en forma
en una ola misteriosa que me hacía feliz.
Yo pensé que sabía lo que significaban,
pero no. Los poemas de conocimiento
hablan con precisión y gravedad y gracia,
y proyectan una sombra común. Éstas eran adorables
de modo incidental, sin magnificencia.
Pero todavía pienso que algunas eran verdaderas.



The Lake of White Flowers: It was a limited ideal, / That made a virtue of its own deficiency: / Dark, inert, and silent at the core, / Yet surrounded by a delicate penumbra of ideas / And sensations jostling one another / In a vague haze of speculation. / It all seemed so effortless and free, / So unconstrained by anything like knowledge / Or the burden of experience. The years to come / Were still unformulated, while their words / Passed like little blips across my mind, / Like a blue sky with a frieze of birds. And / Now they seem like emblems of another age, / An age of acquiescence and discovery, / Filled with interminable conversations, / Interminable nights, and songs like momentary / Blooms that moved from shape to shape / In a mysterious wave that made me happy. / I thought I knew what they meant, / But I didn't know. Poems of knowledge / Speak with accuracy and gravity and grace, / And cast a common shadow. These were lovely / In an incidental way, without magnificence. / But I still think that some of them were true.




Amigos

Para David Schatz

Picnics en los bosques detrás del Instituto;
tardes en el jardín de Madoo, o en la granja de Spring Green;
el loft de Prince Street; cuatro departamentos en Chelsea
y Cambridge, y la casa en Sarasota –

Eso hacía que el mundo pareciera viable y pequeño,
como si la forma que tomara, y lo que el futuro nos guardara
pudiera componerse de lo que el pasado ya sabía,
y contenerse entre las tapas de una libreta de direcciones.

Ya no es una premisa, o esa cosa central
por la que E. M. Forster deseó poder traicionar a su país.
Ya no es – para usar esa palabra horrible – un "valor".
Pero la gente vive en la mente de los otros,

en compañía de los otros en la cena, en los anuales,
nocturnos llamados de año nuevo. Temerosos de estar solos,
solos al final; recogiendo los restos de aquellas singulares
ocasiones
como una capa o un chal, arrastrando la manga destejida

contra un universo de desinterés –
¿Así deriva la amistad? ¿Hacia esto llevan los afectos?
La noche cae tras una pantalla de sauces
y sobre los altos prados, donde moran sus añorantes imágenes,

furtivamente apareciendo, por un momento iluminándose
a través del brillo aterrador que rodea el angosto pasillo de la vista,
mientras los años se angostan en un alargado pasillo de
ausencia, y en la oscuridad de su ausencia.



Friends
for David Schatz: Picnics in the woods behind the Institute; / Evenings in the garden at Madoo, or the farm in Spring Green; / The loft on Prince Street; four apartments in Chelsea / And Cambridge, and the house in Sarasota – //
These used to make the world seem feasible and small, / As though the shape it took, and what the future would hold, / Could be composed of what the past already knew, / And contained within the covers of an address books. //
It isn't still a premise, or that central thing / That E.M. Forster once hoped he might betray his country for./ It isn't – to use that awful word – a "value" anymore. / Yet people live in one another's minds, //
In one another's company at dinner, in the annual, / Late-night calls on New Year's Eve. Scared of being alone, / Alone at the end; gathering the remnants of those singular occasions / Like a cloak or a shawl, drawing its raveled sleeve //
Against a universe oblivious to care – / Is this how friendship tends? Where affection leads? / Night falls behind a screen of willow trees / And on the upland pasture, where their wistful images abide, //
Sidling into view, brightening for a moment / Through the terrifying sheen around the narrow corridor of sight, / As the years narrow into a lengthening corridor of / Absence, and the darkness of their absence.





Un paisaje patético

El propósito permanece invariable: cambiar una
pretensión de descripción por una de sentimiento,
y traducir la superficie del mundo exterior
a un idioma que se hable en la mente, y con

el ojo interior estudiar los aspectos congelados de un
páramo iluminado por un sol frío, imaginario.
De algún modo, estos artefactos, que en sí mismos
no son casi nada, colectivamente definen un

discurso del individuo, vibrando con una
retórica solipsista sostenida por una sucesión de
efectos diminutos y espectaculares, hasta superficialmente
vivos; y al final incompletos, sus términos confinados

a este dialecto austero, coloquial. Pero de todos modos,
¿qué es un idioma claro? ¿Es uno que pensamos,
u oímos, o uno que imaginamos? ¿Puede incorporar
tanto lo inmaterial como lo particular, y las maneras

en que se mueven las ideas, y el resabio de una convicción
una vez que su fuerza se diluye? Ya no lo creo,
pero lo oigo suspirar en el viento, y lo percibo en el
movimiento de las hojas junto a mi ventana cuando la estación

se ahonda en el hielo y el silencio. Habla muy lento,
mientras las emociones que una vez hizo vivir parecen
disipadas, la sangre circula más fría por las venas,
este cuarto que habito es más chico cada día

y cada vez que oigo ese tono de voz que
tanto significaba para mí, y que no
regresará, hasta el viento se vuelve amargo
y las nubes atraviesan furiosamente el sol.



A Pathetic Landscape: The purpose remains constant: to change a / Pretense of description into one of feeling, / And to translate the face of the external world / Into a language spoken in the mind, and with //
The inward eye survey the frozen aspects of a / Wilderness illuminated by a cold, imaginary sun. / Somehow these artifacts, which come to next to / Nothing on their own, collectively define a //
Discourse of the individual, vibrating with a / Solipsistic rhetoric sustained by a succession of / Minute, spectacular effects, and even superficially / Alive; yet finally incomplete, its terms confined //
To this austere, conversational vernacular. What / Is plain laguage anyway? Is it the one you think, / Or hear, or one that you imagine? Can it incorporate / The numinous as well as the particular, and the ways //
Ideas move, and the aftertaste that a conviction leaves / Once its strength has faded? I don't believe it anymore, / But I can hear it sighing in the wind, and feel it in the / Movement of the leaves outside my window as the season //
Deepens into ice and silence. It speaks too slowly, / While the sentiments it once could bring to life feel / Dissipated now, the blood runs colder in the veins, / This room in which I live seems smaller every day //
And every time I hear those tones of voice that / Used to mean the world to me, and which will not / Come back to me again, even the wind turns bitter / And the clouds stream furiously across the sun.





John Koethe: persuasivas canciones de soledad / Mark Dow


Like a book at evening beautiful but untrue,
Like a book on rising beautiful and true.
Wallace Stevens, The Auroras of Autumn VIII



Hagan esta prueba: lean la primera línea u oración de cada uno de los poemas de John Koethe que aparecen más arriba. ¿Qué encontraron? Objetos, o más bien recuerdos de objetos; ideas e ideales; limitaciones e invariabilidad; claridad absoluta y lógica musical. Éstos son los principios básicos de Koethe, siempre encapsulados, condensados con intención y equilibrio en unas pocas palabras. Y aquí el término "cápsula" no aparece por casualidad. En su extenso poema The Constructor, Koethe escribe sobre el viejo "hechizo" poético cuyas "ideas ahora son cápsulas" (o cáscara). Muchos prisioneros se convierten en pensadores y escapan así de sus sentencias; muchos pensadores se convierten en prisioneros porque no pueden escapar de sus sentencias – por más sutilmente formuladas que estén –, cuando lo que parecía la salida se revela como otro pasadizo en el laberinto. "Solía haber una vaga idea de Dios / acechando bajo la superficie de nuestras vidas, pero ahora hay sólo palabras", escribe Koethe en un poema no incluído en esta selección (The Narrow Way, en The Late Wisconsin Spring).

"Sólo palabras", sí – un gesto simultáneo de resignación y, si no precisamente esperanza, al menos una insistente y quedamente apasionada indagación. Pocos poetas logran lo que Koethe logra en estos versos. Es claro como el día, aun cuando pesa cada palabra, frase, significado e implicación como un prisionero podría memorizar cada detalle de su celda: no a través de un esfuerzo especial, sino porque la mira todo el día y quiere contarle a alguien cómo es estar allí dentro. Este poeta, también profesor de filosofía y especialista en Wittgenstein, parece menos interesado en cavar un túnel de escape que en habitar este espacio, en descubrir qué libertad puede llegar a haber más adentro, "viviendo en una fábula / de su propia construcción" (The Constructor) – otra vez, las palabras nos liberan y nos confinan: "El espacio se aleja, pero deja una irritante / sensación de encierro..." (Falling Water).

Yo creo que Koethe cree que esto es algo que nos atañe a todos. Entonces cuestiona el legado de nuestra tradición poética aun cuando él mismo lo esté utilizando. En The Lake of White Flowers (El lago de flores blancas), escribe desde la sombra de la tradición con una gran ambivalencia. Las flores blancas son poemas que lo hicieron feliz, pero en los que ahora no puede confiar, aunque tampoco puede desecharlos. "Eran adorables de manera incidental, sin magnificencia. / Pero todavía pienso que algunas eran verdaderas".

Éstos son poemas de una profunda soledad, donde la inteligencia encuentra alivio y ocasional esperanza en su propia iluminación de los rincones oscuros. Es una poesía tan elaborada, y al mismo tiempo tan franca, que a menudo resulta inquietante, y a veces ni siquiera parece poesía. En una de sus conferencias de Harvard, Borges dijo que Martin Buber era uno de sus poetas favoritos, y alguien le informó que Buber no era poeta sino filósofo. Pero Borges, aun con la carga de su sabiduría, tiene un andar ligero. Koethe, aun con la luz que irradia, tiene una visión oscura. Sin embargo, su luz y el ligero contacto de su precisión son, de alguna manera, un consuelo temporario. "Quédate un rato conmigo por ternura", escribe, aun cuando rechaza cualquier ilusión de escape y canta "la canción de cuna... que iba a detenernos / el resto de nuestras vidas..." (A Refrain, en The Late Wisconsin Spring).



Junio de 2002
(Traducción de Laura Wittner)




John Koethe nació en San Diego, California, en 1945. Es poeta y profesor de filosofía en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee. De estos cinco poemas, Amigos y Un paisaje patético pertenecen a su libro Falling Water (Nueva York, Harper Collins, 1997), y Domingo a la tarde, Au train y El lago de flores blancas a The Constructor (Nueva York, Harper Collins, 1999).

Mark Dow nació en Texas en 1961 y actualmente vive en Brooklyn. Es poeta, profesor de literatura, colaborador de varias publicaciones periodísticas y co-editor de un libro de artículos sobre la pena de muerte en Estados Unidos.

Laura Wittner nació en Buenos Aires en 1967. Es poeta. Ha publicado Pintado sobre una jaula (Grupo Editor Latinoamericano, 1985), El pasillo del tren (Trompa de Falopo, 1996), Los cosacos (Del Diego, 1998) y Las últimas mudanzas (Vox, 2001). Ha traducido, entre otros, a Kenneth Rexroth, James Schuyler y Charles Tomlinson.

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Obra en construcción

 


Anticipo de la novela Ex / Alan Pauls


Trece



Fue el período más feliz y exaltado de su vida. Se sentaba a trabajar a las dos de la tarde, después de un desayuno tardío, desnudo, en un estado de excitación ya inconcebible. Los libros, las teclas de la máquina de escribir, los papeles en los que anotaba variantes a medida que traducía, el escritorio mismo, con su madera mórbida y sus irregularidades —todo le parecía incandescente y voluptuoso, como hecho de carne, secretamente recorrido por millones de filamentos nerviosos. Sentarse ya era un delicioso ritual masoquista: las nalgas marcadas por los listones de madera del asiento, los filos verticales del respaldo mordiéndole los riñones... Rímini se sentía en el epicentro de un cataclismo sexual. Abría el primer cajón del escritorio, rescataba el papel de cocaína del tarjetero donde lo escondía y liberaba el retrato de Sofía de su cautiverio en la biblioteca. Sentía el primer hormigueo cuando, después de desplegar el papel plateado, acumulaba un poco de droga en una esquina y la volcaba, ayudándose con golpecitos suaves, sobre la superficie de vidrio. Después, mientras armaba las primeras líneas, el hormigueo se convertía en un tirón y el tirón, gradualmente, en una erección portentosa. Con la punta de la verga podía tocar la parte de abajo del cajón central del escritorio. Tomaba la primera línea, siempre la más larga de todas, y una especie de émbolo brutal, activado por la droga, limpiaba su cabeza de todo lo que la había poblado desde la última toma, al anochecer del día anterior. Esa suerte de abolición selectiva del pasado fue uno de los primeros efectos que lo impresionaron. Al revés de la marihuana, que, por la naturaleza digresiva de su influencia, induce siempre a la distracción, a pensar en otra cosa, la cocaína era autorreferencial: eliminaba literalmente todo lo que no era ella. Más que el papel, con su lujo de plata y sus pliegues, y que el polvo, la droga, en el caso de la cocaína, era la toma misma. Más de una vez, a lo largo de una fase de reclusión casi completa que duró seis meses, Rímini hubiera dado cualquier cosa por ella —no por conseguir la mejor droga, la más pura y cara, sino por gozar de la toma más larga, una toma cuya duración absorbiera la existencia misma del mundo. De ahí que la primera raya del día fuera crucial: editaba ese punto particular del presente con el último punto análogo registrado en el pasado, la frase que Rímini tenía ahora ante los ojos, intacta, velada por la piel de su lengua original, con la última frase que había traducido la noche anterior, la que, después de oír el sonido del portero eléctrico, había puesto fin a su jornada de trabajo. Entonces, a medida que empezaba a traducir, que su lengua materna iba percibiendo y reconociendo los olores de la otra lengua, punto de partida de una persecución y, enseguida, de una cacería que día tras día Rímini emprendía ciegamente, empujado por una fuerza desconocida, y de la que al final de cada jornada salía completamente alienado, exhausto, sólo con fuerzas para prometerse lo que se prometía siempre y no cumplía nunca, que nunca más volvería a aceptar esa forma despiadada de la esclavitud que es traducir —la erección cedía, el hormigueo alrededor del ano y la bolsa de huevos raleaba, y un desgano indolente, al principio extremadamente agradable, reemplazaba la crispación sexual del comienzo, cubriendo toda la zona con un suave y helado rocío. Traducía y tomaba, traducía y tomaba. Sólo cambiaba de postura para ir al baño a mear, lo que hacía siempre con impaciencia, sacudiéndose repetidamente la verga y dilatando el esfínter para acelerar el proceso, a menudo, incluso, dando por terminada la micción antes de tiempo, lo que explicaba el reguero de gotas en el piso de madera, señal del regreso prematuro al trabajo o, también, del viaje a la cocina, adonde iba a renovar las botellas de agua mineral que consumía sin pausa, una tras otra, directamente del pico —la presencia de un vaso lo habría sacado de quicio por completo—, en tragos que a veces se llevaban un cuarto de la botella —y todo eso en un estado de exasperación límite. En ocasiones se incorporaba y volvía a desplomarse en la silla, incapaz de tenerse en pie, como un peso muerto. Se le dormían las piernas, cosa de la que Rímini recién se daba cuenta cuando se acordaba de usarlas, pero también las nalgas y los genitales, y cuando se dejaba caer en la silla, inerte aunque ya ofuscado por el tiempo que tendría que esperar antes de que sus miembros reaccionaran y él retomara el control sobre ellos, tiempo completamente muerto, como lo consideraba él, lo que en su estado era lo peor, lo peor sin discusión alguna, creía comprender, al menos por un momento, lo que debían sentir, o más bien no sentir, los inválidos a los que de chico, saliendo del colegio, veía a través del alambrado patrullando en sus sillas de ruedas las canchas de básquet del Instituto del Lisiado —no dolor, no atrofia, ni siquiera extrañeza: la nada total. Pero ese adormecimiento de la carne, fruto de la inmovilidad y el olvido en que la hundía el estado ensimismado de Rímini, mal que mal siempre terminaba pasando, y al cabo de unos minutos que intentaba abreviar con pellizcos, pinchándose con puntas de biromes o, en los casos más extremos, azotándose con una larga regla de acrílico, probablemente el único recuerdo que conservaba del colegio secundario, Rímini entraba otra vez en posesión de su propio cuerpo. Había otra somnolencia, menos drástica, sin duda, aunque también más inquietante, que duraba más y que, igual de sigilosa que aquella, porque aquella, más ostensible, a menudo la eclipsaba y porque Rímini tampoco la percibía, enfrascado como estaba en la traducción, era sin embargo mucho más profunda y parecía actuar en un plano orgánico central. Más que somnolencia, en realidad, era un sopor —extraña duermevela en la que entra un miembro cuando recibe una dosis suave de anestesia: el miembro no ha desaparecido de la percepción, sigue siendo sensible a los estímulos externos, pero ¿quién podría asegurar que, puesto frente a la necesidad de actuar, moverse, dar respuesta, será capaz de cumplir de manera satisfactoria? Esos efectos no eran nuevos; Rímini ya los había experimentado las primeras veces, cuando, después de aspirar una raya, copiando deliberadamente la operación que muchos años atrás le había visto hacer a un ex jefe, publicista a los efectos de la supervivencia pero escritor y editor de escritores huérfanos, como le gustaba definirse, y sobre todo alguien que quedaría en la memoria de Rímini como el primero, el primero no sólo en tomar cocaína en su presencia sino también en usar zapatos náuticos y escribir con el modelo retro de las estilográficas Montblanc, tres hábitos en los que, dada la época, mil novecientos setenta y siete, tal vez setenta y ocho, en todo caso principios de la dictadura militar, era sin duda un pionero, recogía en la yema de un dedo los sobrantes de droga y, frotándose con ellos las encías, se entumecía la boca en cuestión de segundos, al extremo de que si la droga, por un desliz, había entrado en contacto también con los labios, Rímini ya no era capaz de beber de la botella sin derramarse el agua encima, de modo que debía contentarse, como alguna clase de enfermo, con los sorbos minúsculos que cabían en una cucharita de té. Hubiera aceptado esas consecuencias ingratas como fruto de un suplicio odontológico, no de su libre decisión de estimularse, de modo que no tardó en abandonar la práctica. Gracias a ella, sin embargo, Rímini había podido formarse una idea bastante concreta de la acción propiamente química que la droga ejercía sobre su cuerpo, y también de su carácter paradójico: por un lado hiperactividad, reservas inagotables de energía, máxima concentración, voluntad de extenuar las posibilidades del presente; por otro anestesia, quita, desafección, supresión de sensibilidad. Y, familiarizado con esa clase de efecto, que al circunscribirse a las encías adquiría una nitidez formidable, descubrirlo en otra región de su cuerpo, ejercido a distancia, sin que mediara una aplicación directa, no fue algo que lo tomara de sorpresa. Traducía y tomaba, traducía y tomaba. La carne, los huesos, la sangre —todo eso parecía formar parte de una dimensión antigua y superada, donde la complejidad todavía era un valor y la diversidad la ley encomiable de las cosas. Con la droga, todo se había vuelto liso, homogéneo, uniforme: sólo era cuestión de abandonarse a esa especie de furor que iba consumiendo frases, páginas, horas. Y sin embargo, el cuerpo volvía —o del cuerpo, más bien, volvía lo peor: la evidencia de que había desaparecido. Todo iba bien mientras Rímini quemaba palabras, mientras avanzaba sobre la traducción con fluidez, como un bólido de noche en una carretera desierta. Pero en algún momento algo lo obligaba a frenar, una irregularidad, un accidente, algo que la primera lectura de Rímini, ese rastrillaje general pero atento con el que prologaba el momento de la traducción propiamente dicho, no había detectado, y, obligado a resolverlo, no ya por el desafío mismo de disipar la dificultad, menos por el de borrarla en el pasaje a la otra lengua sin que deje huellas, sino sólo por la urgencia de reanudar la marcha, seguir adelante lo más rápido posible, por la lógica misma del accidente, que interrumpe la continuidad de las cosas y trabaja, por lo tanto, insertando tiempo en el tiempo, Rímini recordaba de golpe que había algo llamado cuerpo, un territorio propio, en efecto, pero como abandonado, del que el frenesí de la traducción llevaba horas distrayéndolo. Así, mientras consultaba diccionarios, manuales de uso, breviarios de dificultades y versiones anteriores, mientras alteraba, invertía y flexionaba de mil maneras la frase que le oponía resistencia, con la misma energía avasalladora con que un minuto atrás devoraba la frase siguiente, sólo que frenada, quieta, forzada de algún modo a funcionar en el vacío de un mismo punto, Rímini, confuso, como si despertara de un colapso, iba recuperando gradualmente la conciencia de sus pies, sus tobillos, sus rodillas. Y tan pronto como los recuperaba descubría, en un breve flash de estupor, que no le servían, que estaban como vaciados. En un rapto de espanto, como el que se toca el bolsillo que una mano veloz acaba de saquear, Rímini se llevaba una mano a la verga y se la palpaba para cerciorarse de que seguía ahí, entre sus piernas, y se preguntaba si era así como debía sentir la pija, así de chica y de blanda. Se la rozaba con los dedos, tironeaba suavemente del prepucio, la alzaba y la dejaba caer sobre la madera de la silla. Sí, sentía todo, pero lo sentía lejos, superficialmente, como se siente una lengua extranjera cuando se la desconoce por completo: el dibujo del sonido sí, nítido, pero del plan que lo rige, ni rastros —como alguna vez, acostado boca abajo en una camilla forrada de cuerina negra, después de recibir una dosis de anestesia, había sentido la punta y el filo de uno o varios instrumentos quirúrgicos tironeando del quiste que le había crecido en la base de la nuca. Entonces, de pronto, recordaba que Vera pasaría a verlo esa noche y echaba un vistazo al reloj. Nunca era tarde, pero tampoco era temprano. Faltaban tres, cuatro horas para que llegara —hacía dos o tres que traducía y tomaba. Estaba en el medio y pensaba si la droga no le habría vaciado la verga. A las cuatro de la tarde empezaba a masturbarse —máximo cuatro y media. Iba al baño y, de pie ante el inodoro, posición que elegía por comodidad, para no tener que ocuparse luego de limpiar el semen, y también por el parentesco que reconocía entre el semen y otras excrecencias humanas, se apoyaba contra la pared, forcejeaba con la pija, con ese pescado inerte que hubiera dado todo por poder llamar pija, y después de un rato, desalentado, volvía al escritorio, miraba otra vez el reloj, y rastreaba en la biblioteca una edición de bolsillo de Las once mil vergas, uno de los pocos souvenirs que conservaba precisamente de su paso por la agencia de publicidad, donde, además de trabajar en campañas que nunca veían la luz pública, redactar guiones jamás filmados y crear, a instancias del director, productos imaginarios para necesidades imaginarias, había empezado a traducir algunos clásicos de literatura pornográfica, Las once mil vergas entre otros, para una colección que el pionero en el uso de zapatos náuticos pretendía vender en kioscos, de a tres, envueltos en sachets. Volvía al baño. Hojeaba el libro, que conocía bien, buscando a toda velocidad los pasajes cuya densidad sexual no estuviera del todo neutralizada por la comicidad general del tono, y recién reanudaba las fricciones cuando se establecía en una página, de la que sólo se retiraba al eyacular, mucho tiempo después, a veces hasta diez o quince minutos. Muy pronto, la frase que inaugura la secuencia de la orgía que el vicecónsul de Serbia celebra en el primer piso de la sede diplomática, en la que el protagonista se inmiscuye sin haber sido invitado, Llegado ante la puerta del viceconsulado de Serbia, Mony meó largamente contra la fachada y luego tocó el timbre —muy pronto fue para Rímini el salvoconducto que le franqueba el acceso a una escena irresistible y le aseguraba, en un plazo sensato, la resurrección plena de su verga y su deseo sexual. Limpiaba entonces la tapa del inodoro con dos o tres hojas superpuestas de papel higiénico, cuidando de no pasar por alto la menor salpicadura, y volvía aliviado y se sentaba al escritorio, acomodándose la verga, que ya empezaba a distenderse, para ratificar que aun después de la eyaculación seguía despierta. Se inclinaba sobre el libro, localizaba el nudo que lo había forzado a detenerse, señalado en el texto con la misma regla de acrílico que usaba para despabilarse las piernas cuando se le dormían, y después de resolverlo, lo que lograba con una facilidad milagrosa, como si alguien, mientras él regaba con su esperma la loza blanca, hubiera aprovechado su ausencia para simplificar el problema, Rímini, a modo de recompensa o, quizá, para estrenar con brío la nueva fase del día que había inaugurado la eyaculación, tomaba dos rayas seguidas, largas, la primera con la fosa derecha, la segunda con la izquierda, y se abalanzaba sobre la máquina de escribir. Traducía sin parar, prácticamente sin moverse, durante una hora y media; sólo se tomaba un respiro para abastecer sus fosas nasales con toques rápidos que se daba al pasar, sin siquiera interrumpir el trabajo. Hubiera podido pasarse así años, siglos. En un sentido, cuando lo pensaba, la cocaína, en ese contexto, le parecía una redundancia. La droga, la verdadera droga, era traducir: la verdadera sujeción, el anhelo, la promesa. Tal vez todo lo que Rímini sabía de la droga, ni mucho ni poco, pero completamente desproporcionado, sin duda, respecto de su condición de recién llegado, lo había aprendido sin darse cuenta traduciendo. Tal vez traducir había sido su escuela de droga. Porque ya antes, mucho antes de tomar cocaína por primera vez, en la adolescencia, cuando Rímini, los domingos soleados de primavera, mientras sus amigos ganaban las plazas, uniformados con los colores de sus equipos de fútbol favoritos, bajaba las persianas de su habitación, sintonizaba la radio en la estación que trasmitía el partido más importante de la jornada y a oscuras, apenas iluminado por una lámpara de escritorio, en salto de cama, como un tuberculoso, literalmente arrasaba libros con su voracidad de traductor, los liquidaba pero al mismo tiempo se sometía a ellos, como si algo encerrado entre los pliegues de esas líneas lo llamara, lo obligara a comparecer ante ellas, a arrancarlas de una lengua y llevarlas hacia otra, ya entonces Rímini había descubierto hasta qué punto traducir no era una tarea libre, elegida sin apremios, en estado de discernimiento, sino una compulsión, la respuesta fatal a una orden, un mandato, una súplica alojadas en el corazón de un libro escrito en otra lengua. El simple hecho de que algo estuviera escrito en otra lengua, una lengua que él conocía pero no su lengua materna, bastaba para despertar en él la idea, completamente automática, por otra parte, de que ese libro, artículo, relato o poema estaba en deuda, debía algo inmenso, imposible de calcular y por lo tanto, naturalmente, de pagar, y que él, Rímini, el traductor, era quien tenía que hacerse cargo de la deuda traduciendo. Así, traducía para pagar, para liberar al deudor de las cadenas de su deuda, para emanciparlo, y por eso la tarea de traducir implicaba para el traductor el esfuerzo físico, el sacrificio, la subordinación y la imposibilidad de renuncia de un trabajo forzado. Le preguntaban, sobre todo los amigos de sus padres, si era difícil traducir. Rímini, desalentado, contestaba que no, pero pensaba qué importancia podía tener si era difícil o no. Le preguntaban cómo se hacía para traducir, y Rímini decía que no, que no, que traducir no era algo que se hacía sino algo que no se podía dejar de hacer. Ya entonces, a los trece, catorce años, con su experiencia de aprendiz, corta pero de una intensidad sorprendente, había enfrentado la evidencia que tarde o temprano enfrenta todo traductor: se está traduciendo todo el tiempo, las veinticuatro horas del día, sin cesar, y todo lo demás, lo que en general se llama vida, no es más que la módica serie de treguas y vacaciones que sólo el traductor con voluntad de hierro logra arrancarle a ese aparato de sojuzgamiento continuo que es la traducción. En un fin de semana, desde las diez u once de la noche del viernes, cuando empezaba, hasta la madrugada del lunes, dos o tres horas antes de vestirse, completamente atontado por el sueño, para ir al colegio, cuando ordenaba los libros, diccionarios y cuadernos y borraba toda huella de la fiebre que lo había consumido, Rímini era capaz de traducir un libro completo y llegar no a una versión provisoria, hecha al correr de la pluma y postergando las cuestiones de detalle para una revisión ulterior, sino definitiva, con todas las notas, correcciones y ajustes necesarios para su eventual publicación. Prácticamente no levantaba la cabeza del libro. Ya entonces, cuando la cocaína no era para él nada, cualquier interrupción, un llamado telefónico, el portero eléctrico, la necesidad incluso de comer o mear, cualquier presencia humana, su madre o el marido de su madre, presencias de todos modos raras, ya que, instigados por Rímini, pasaban la mayoría de los fines de semana en una casa de campo alquilada, la menor interferencia del mundo exterior bastaba para sacarlo de quicio. Oía el teléfono y aullaba desde la habitación. Pateaba muebles, arrojaba objetos al piso cuando en la cocina sonaba el portero eléctrico. Así, veinte años más tarde, la cocaína no había agregado nada, apenas formalizado, puesto por escrito, como se dice, el carácter abismal de la tarea de traducir y, sobre todo, su principal factor de adicción: el costado cuenta regresiva. El libro tenía principio y fin, como los tenían los fines de semana de encierro de su adolescencia, y, también, como la serie del diez al uno, y cada frase traducida, cada hora gastada en traducir frases, iban abreviando inexorablemente la distancia que lo separaba del punto final. Diez, nueve, ocho, siete, seis... Tenía que terminar. Pero una hora y media más tarde, cuando los efectos de la última toma, luego del shock inicial, se habían disuelto en una languidez orgánica general, agravada además por el cansancio derivado de horas de actividad ininterrumpida, Rímini volvía a tener miedo. Faltaban dos horas para la llegada de Vera y volvía a tener un gran agujero entre las piernas, ahí donde un rato antes, reflejadas en los viejos azulejos amarillos del baño, sus manos, alternándose, le habían arrancado un suave gemido de placer. Al entumecimiento de la droga se agregaba ahora el de la descarga, la satisfacción. Qué si Vera se adelantaba. La imaginó en el cuarto, esperándolo, y se buscó la verga para establecer o hacer más explícita la conexión entre esa imagen y el fondo sordo donde dormía su deseo. Buscó y buscó y diez segundos después se dio cuenta de que hacía rato que la tenía en la mano. Ni siquiera pesaba. Sintió la boca muy seca, un temblor como de fiebre. Buscó el ejemplar de Las once mil vergas, volvió a instalarse en el baño y durante un rato, más que masturbarse, simplemente estuvo frotándose, amasando su materia genital, como si antes de abocarse a su satisfacción, un poco aterrado, tuviera necesidad de reconocer los órganos que se la proporcionarían. Pero Vibescu se acercó despacio y, deslizando su hermosa pija entre las grandes nalgas de Mira, la insinuó en la concha entreabierta y húmeda de la muchacha, y a Rímini le pareció sentir que un estremecimiento lejano, breve como un parpadeo, avivaba muy tímidamente la arcilla informe que amasaba. A esa altura le llevaba un cuarto de hora convertir ese desperezamiento en una erección razonable, y otros diez o quince minutos acabar, lo que en este caso, a diferencia de la primera vez, absorto como estaba en llegar por fin a ese punto, hacía sin tomar ninguna clase de precauciones, entregado al azar de los espasmos, enchastrando indiscriminadamente las baldosas de granito, el borde y la tapa del inodoro, algún azulejo desprevenido. Qué podía importarle limpiar, arrodillarse en el piso helado, donde siempre corría peligro de estamparse una gota perdida, y rastrear cada salpicadura para borrarla, de modo de asegurarse que Vera no se cruzaría con ninguna, si Rímini había probado que no era un muerto en vida, que seguía habíendo sangre y nervios en su cuerpo y que su sexo, debidamente estimulado, y Rímini descontaba que ni las más desenfrenadas aventuras del protagonista de Las once mil vergas podían compararse con la atracción que Vera ejercía sobre él, era capaz de funcionar de manera perfectamente normal. Había que celebrar, Rímini barría con las rayas ya armadas sobre el retrato, el miedo se disipaba. Pero había que armar nuevas, armar de inmediato, no tanto para seguir tomando como para saber que en caso de necesitarlas ahí estaban, perfectamente alineadas, y para evitar la imagen del vidrio del retrato vacío, por lejos la peor imagen posible para Rímini en la tarde consagrada a traducir, y después de desplegar el papel metalizado, al verter su contenido sobre el vidrio, Rímini, sacudiendo el papel en el aire, comprendía que la minúscula montañita de polvo que veía allí, blanqueando por casualidad la pupila del ojo derecho de Sofía, era toda la droga que le quedaba. Si era mucho o poco, Rímini nunca podía decirlo. La cocaína le ofrecía sólo dos alternativas: o la tenía toda, que era, hubiera comprado un gramo o diez, treinta dólares o trescientos, la impresión indefectible con la que se iba del lugar donde la compraba, un departamento interno en la esquina de Rivadavia y Bulnes, siempre iluminado con la luz blanca, nocturna, de dos tubos fluorescentes, amueblado con esos sillones y mesas de madera amarilla y barata, muy nudosa, que suelen venir incluidos en el alquiler de los departamentos, o ya no tenía nada, que era la revelación terrible que lo sacudía cuando, entre las seis y las seis y media de la tarde, por lo general, se daba cuenta, con una brutalidad un poco inexplicable, como si la dosis que al mediodía había sacado del cajón del escritorio no hubiera ido raleando progresivamente, aspirada por sus propias fosas nasales, sino de golpe, por alguna clase de pase instantáneo y mágico. La cantidad de droga sólo se le presentaba como algo relevante, algo que de hecho alteraba su ánimo, su humor, incluso su estado orgánico, cuando la reconocía como cantidad amenazada y cuando, correlativamente, comprendía hasta qué punto, con qué increíble convicción él, el necesitado de droga que él era, había creído que su ración de cocaína no se acabaría nunca. La cantidad siempre era un problema retrospectivo, que existía sólo en esa mezcla extraña de retrospección y anticipación en la que se hundía Rímini cuando, antes aun de terminar su dosis, ya la contemplaba desde la perspectiva del que la ha agotado toda. Qué hacer. Comprar más —fuera de discusión. A más tardar Vera llegaría en una hora, y Rímini jamás tomaba en su presencia. No soportaría tener un gramo esperándolo en el cajón del escritorio y no poder usarlo. Qué hacer. Una posibilidad era fraccionar lo que le quedaba en rayas pequeñas pero numerosas y tomarlas escalonadamente, a intervalos más o menos regulares, de modo de cubrir el lapso de tiempo y de trabajo que faltaba hasta la llegada de Vera. La otra, repartirlo en dos rayas opulentas y terminárselas de una sola vez, ahora, ya, en una toma apoteótica que clausurara el día. Como nunca podía decidirse por un solo criterio, Rímini alternaba. Cuando fraccionaba, tomaba la primera raya y, aunque insatisfecho, porque sus ganas de inhalar siempre eran inversamente proporcionales a la cantidad de droga que iba quedando en el retrato, se ponía otra vez a trabajar, y la tarea de traducir, con su manera propia de drogarlo, al principio parecía dilatar providencialmente los efectos de la toma. Pero aun así lo exiguo de las rayas, agravado por su ansiedad, hacía que el espacio entre toma y toma fuera abreviándose, de modo que Rímini, en sólo media hora, había traducido a duras penas treinta líneas, en el mejor de los casos una página, y casi siempre con toda clase de errores, zonas de confusión y soluciones provisorias, lo que lo obligaba a revisarlas y a veces a rehacerlas enteras al día siguiente, cuando todo volvía a empezar, pero había acabado por completo con el hexagrama de polvo blanco que había armado en el vidrio de la fotografía. Entonces, como poseído, se metía bajo la ducha y después de vaciarse la nariz de restos de droga, limpiándose el interior de las fosas con agua y jabón, de modo de evitar que Vera, al hurgar en ellas con la lengua, como ya había sucedido, se encontrara con el sabor amargo que alguna vez había confundido con novocaína, se quedaba largo rato enjabonándose el cuerpo de arriba a abajo, masajeándose los músculos, revitalizando las partes más afectadas por la acción anestésica de la droga y las que, suponía, más necesitaría cuando Vera llegara, en primer lugar las manos lentas, como pinchadas desde adentro por millones de alfileres diminutos, luego toda la región de boca y nariz, donde la piel parecía habérsele secado por completo y los músculos, de tan tirantes que los sentía, habérsele acortado, y por fin la lengua, espesa, pesada, y la verga, ese embutido fláccido, sin la más mínima huella de vida, que cabía entero dentro de su mano cerrada, de la que tironeaba primero distraídamente, con la esperanza de que ese estímulo, sumado a los masajes de la ducha, alcanzara para reanimarla, y a la que luego se abocaba con exclusividad y encarnizamiento, lubricándola con la espuma del jabón y sometiéndola a toda clase de operaciones, hasta arrancarle, al cabo de veinte minutos de trabajo y en medio de un ardor atroz, sin duda ocasionado por el contacto del jabón con la piel irritada del glande, de un rojo ya casi sangriento, tres o cuatro gotas de un semen anormalmente espeso, casi gris comparado con el blanco de la espuma, que permanecían un segundo quietas, adheridas a la piel que une pulgar e índice, y luego eran barridas por la corriente de agua. Fraccionada la droga en dosis cortas o consumida de una sola vez, en una inhalación larga, interminable, al cabo de la cual se quedaba un instante quieto, en estado de máxima tensión, con las venas del cuello hinchadas, y ya después, porque sabía que se había quedado definitivamente sin droga, le era imposible seguir traduciendo, en los dos casos la ducha siempre era número puesto, la ducha y también, desde luego, la última masturbación bajo la ducha, acometida casi al filo de la hora de llegada de Vera y por lo tanto en el colmo de la ansiedad. Moribundas y todo, sin embargo, esas últimas gotas de esperma, y sobre todo la erección, tardía pero firme y ardiente, le inyectaban una extraña vitalidad, el tipo de entusiasmo y bienestar de una pieza, compuestos sólo de satisfacción, que se experimentan a veces después de un ejercicio físico agotador, y Rímini salía del baño con una toalla anudada a la cintura, se acostaba en el piso de madera del living, junto a los parlantes del equipo de música, y se dejaba envolver, literalmente aplastar, dado el volumen en el que las escuchaba, por el quinteto de abortos sonoros que encabezaban la lista de ventas de la estación de radio más rastrera de todo el dial, cuyas melodías parecían estremecer su corazón directamente, sin pasar por el oído, y cuyas letras, de tanto oírlas, había llegado a conocer de memoria y cantaba primero suavemente, dejándose llevar por la corriente de la música y eclipsar por las voces de los cantantes, después más fuerte, como si librara una batalla con lo que oía, y por fin a voz en cuello, directamente a los alaridos, mientras golpeaba el parquet con los talones para marcar mejor sus entradas, en un estado de desenfreno tal que más de una vez el vecino había subido a golpearle la puerta para quejarse, hasta que el sol caía y una mancha púrpura restallaba en el paño apaisado de cielo que veía por la ventana y el portero eléctrico se ponía a sonar y Rímini, tendido en el piso, se decía con alivio: es ella, es Vera.





Alan Pauls. "Mis datos biográficos son mis libros". El pudor del pornógrafo (novela, 1985); El coloquio (novela, 1989); Wasabi (novela, 1994); Sobre "La traición de Rita Hayworth" de Manuel Puig (ensayo, 1989); La infancia de la risa (sobre Lino Palacio) (ensayo, 1993); Cómo se escribe un diario íntimo (ensayo, 1995); El Factor Borges (2001).

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Diccionario de la poesía experimental latinoamericana

Clemente Padín

 

Los poemas figurados

Los poemas de figuras existen desde el inicio de la tradición poética occidental, desde la Grecia Helenística y participan, sin duda, de la dimensión visual del lenguaje aunque, en casi todos los casos, auxiliando y ratificando la información de la dimensión verbal. Se trata de una extensión del significado verbal que completa y legitima, redundantemente, su sentido. Algo así como una "figura de relieve" que "para mayor energía o elegancia de las expresiones permite algunas licencias..." (Gramática Castellana). Este recurso estilístico (mise en rélief) es el contorno lineal o la forma que adoptan los versos en el espacio de la página que, en general, reproducen la forma del objeto descripto o representado verbalmente. También se les llama poemas asistidos, es decir, poemas verbales reduplicados visualmente o, al decir de Dick Higgins, pattern poems.

Se diferencian nítidamente de la poesía visual en cuanto en ésta la integración de la dimensión verbal y visual es monolítica; en cambio en el poema figurado, es posible la separación de ambas dimensiones sin que haya merma significativa de información (lo mismo ocurre con la poesía ilustrada).

Si los poemas figurados hubieran surgido en la década de los 60s. estaríamos hablando de poética conceptualista puesto que, en el poema de figuras, la representación verbal del objeto se opone o se yuxtapone a otra representación, en este caso iconográfica. Es conceptualismo porque nos habla de un objeto que es, a su vez, su propia representación a través de otro lenguaje ("El arte es la definición del arte", Joseph Kosuth). Algo así como escribir la palabra "roca" en una roca o la palabra "blanco" sobre una superficie blanca.

En nuestros países se destaca la obra del poeta uruguayo Francisco Acuña de Figueroa quien, en el siglo XIX, realizó poemas de figuras dando cuenta de la importancia del barroco latinoamericano. También cabría señalar la existencia, junto a los poemas de figuras, de los poemas-laberintos y los poemas permutacionales, a la manera del místico catalán Raimundo Lulio, permitiendo al lector manipular las palabras propuestas y concretar su propia versión del poema.

Ejemplo

Francisco Acuña de Figueroa (1790-1862) fue el primero en traer a la poesía uruguaya (hacia 1848) la estructura espacial propia de los ideogramas, forma literaria experimental que tuvo su origen en la Grecia Helenística (poemas de Simias de Rodas y Teócrito de Siracusa, hacia el 300 a.d.n.e.). Acuña de Figueroa, valiéndose de la distribución de las palabras y frases, va creando en el espacio, la forma que redunda plásticamente lo expresado verbalmente, constituyéndose en un recurso para enfatizar el significado verbal del poema en su conjunto.

La línea va creando la forma visual a la cual alude el texto verbal. Es decir, la dimensión visual acude en ayuda y refuerza el contenido semántico sin, por ello, agregar mayormente nueva significación a lo expresado por el texto. Cuando la forma de la expresión provoca ese plus de información, es decir, cuando no sólo complementa la expresión verbal sino que la amplía agregando nuevos sentidos, asistimos al milagro de la poesía "otra" (o la Nueva Poesía como se la llamaba en los 60s.) es decir, la poesía que integra otras dimensiones del lenguaje.