Inéditos
Los temas de peso
(Veinticuatro
preludios)
Martín Prieto
UNO
Después de varios años
dedicados
a la minucia, al enfermante relevamiento
de los detalles, decidí abocarme
a los temas de peso: el amor, la política,
la trascendencia, la gloria. Finalmente
convencido de que el mundo
era más amplio que mi departamento,
compré una pila de tarjetas magnéticas
y salí a recorrer la ciudad en colectivo,
atento al paisaje y al rumor sordo
en el que se convertía la parla simultánea
de mis contemporáneos. La bruma gris
que se levanta en los barrios de la quema
y la otra, prístina, que emerge rosa del agua
del río león, envolvían mis paseos en un aura
de ensueño y todo se aparecía corrido
de la justa dimensión de lo real.
Vi epopeya donde debí ver miseria
y degradación donde había renunciamiento.
Niños vi: pero eran viejos. Y vi dioses que eran perros.
¿Sol? No: pintura fresca. Y oro en lugar de arena.
DOS
El agua no sino
la sal
disuelta en el agua
sostenía mi cuerpo
sobre la superficie del mar
y yo miraba el cielo
atravesado por pelícanos
que traían noticias
de una zoología monstruosa.
Pensé que esa era la hora justa
para pensar en las cosas
en las que me había olvidado de pensar:
la familia, el trabajo.
Pero esa idea me distrajo de su objeto
y ya no pude pensar
sino en cómo era que el agua
o que el agua y la sal
mantenían a flote
el cuerpo pesado
de un hombre de cuarenta años,
con una preocupación por hueso
cómo, sobre todo,
hacía el cuerpo para
sostenerse ahí
por qué toda la presión del universo,
no me hundía de una vez.
CINCO
La familia llegó
en bicicleta.
Ataron los rodados a la baranda
y se largaron con las cañas barranca abajo,
a pasar una tarde de pesca. El padre dijo:
“Si lo encuentro a ese negro hijo de puta
saco la cuchilla y le corto el ojete a rebanadas”.
La mujer y los hijos no le contestaron.
Tal vez porque creyeron que alardeaba.
O porque creyeron que decía la verdad.
Yo, que ya no creo en nada,
que ni siquiera profeso la religión de lo real
y que olvido lo que veo
porque la experiencia
tiene el mismo valor que un argumento,
sólo pensé: “En cualquiera de los dos casos,
que no lo encuentre”.
DIEZ
Amaneció lloviendo y era el
mediodía y llovía aún y se había roto el cable que conectaba el amplificador
con una de las cajas y entonces se escuchaba la música por la mitad: las
voces sí, y los bajos, pero la armonía de las cuerdas era reemplazada por el
traj traj del agua contra las baldosas del patio y la naturaleza, otra vez,
resolvía el desastre cotidiano del mundo artificial.
DOCE
El relámpago de la juventud
se apagó
justo cuando te escribía una carta
que no te mandé. La carta era imperial:
hablaba de un tanque australiano
donde nos habíamos bañado un verano
y de las flores blancas y amarillas
de unos nenúfares que se enredaban en tu pelo
y volaban como si fuesen marionetas de mariposas
cada vez que vos movías la cabeza
para sacártelas de encima
–y no se iban. ¿Por qué te escribí?
¿Por qué terminó la tormenta
que parecía que iba a durar para siempre?
¿Por qué una cosa sucedió mientras sucedía la otra?
Envejecí escribiéndote una carta
cuyo objeto era retratarte como fuiste una vez
y por cada célula tuya que lograba inmortalizar
se moría una mía, una mía se moría, se moría.
TRECE
Compro velas para mi
santuario personal.
La chica que vende velas se llama Laura Sandoval,
y dice que nunca comió con velas;
no sé si me está dando una información
de la que puedo prescindir en los próximos 50 años,
o me lo dice porque quiere que la invite a cenar a las luz de las velas.
Algo de ella me dice que lo primero es la verdad;
algo mío me dice que lo segundo es más verdad.
Prendo una vela por Laura Sandoval,
que ha activado el motor oxidado de la duda.
(En noviembre del 2000 Laura Sandoval era
empleada del supermercado La Gallega, Rosario, Argentina)
QUINCE
El exotismo empezó y terminó
en una especie de escabeche de ranas que una mina en tetas servía en una
feria donde los boludos como yo veríamos a un indio por única vez en la vida.
Carlitos, que oficiaba de lenguaraz, trataba de darle a todo un significado
simultáneamente político y alucinógeno, ya que, según su interpretación de
los hechos, en la Amazonía hasta las ranas eran revolucionarias y estaban de
la cabeza, lo que no impedía que nosotros nos las comiéramos, flab, flab,
bajándolas con un traguito pegador.
(Quito, Ecuador, noviembre del 2000)
DIECISÉIS
Te fuiste, volviste, te volviste a ir,
en lugar de mensajes grabaste
en el contestador unas canciones
que debíamos descifrar,
pero te olvidaste de que el vigor de un signo
compuesto a las seis de la mañana
no puede interpretarse igual a las nueve de la noche,
y yo leía indiferencia donde había amor,
claridad en el agua turbia de un pantano.
VEINTE
El caballo tiraba el carro y
arriba del carro iban dos como borrachos pero que eran pobres. En la esquina
de Godoy juntaron a dos borrachos más y otros se subieron casi en la curva
que se va para Pérez donde también subió una vieja, que se colgó del pescante
y acarició las ancas del caballo, que estaban empapadas, y después se pasó
las manos por el pelo de ella, que ahora olía como si fuera de caballo, y le
dijo al que sostenía las riendas con la zurda “ahora dame un latigazo a
mí” y el otro tardó un rato en decirle “vieja loca”.
VEINTIDOS
Cuando te duele la garganta
y llamás por teléfono
al médico de la obra social.
Cuando te duele la garganta
y siete horas más tarde
de que lo hubieras llamado
viene a tu casa Van Houten
o, como le decían en el monte de Quiroga,
lo-que-queda-de-Van-Hou-ten.
Cuando me duele la garganta
y llamo al médico de la obra social
y siete horas más tarde viene
lo-que-queda-de Van-Hou-ten
y te dice: “No tenés nada”
Cuando el último expulsado
de la ciencia, hablando
sin embargo en nombre de ella,
te dice: “No tenés nada”.
Cuando todavía
te duele la garganta.
Cuando echás mano
de lo que hay y lo que hay
es siempre una aspirina.
Cuando, como en un poema
que leíste una vez, esperás
que la aspirina se ponga a trabajar.
Cuando la aspirina no trabaja
o trabaja mal porque ahora
te empieza a doler el estómago.
Cuando la aspirina no trabaja
o trabaja mal y no deja
de dolerte la garganta,
que era por lo que habías
tomado la aspirina
y te empieza a doler
el estómago. Pero no:
no tenés ganas de vomitar,
ni de que vuelva a tu casa
Van Houten redivivo.
Cuando tenés un caño ardiente
entre la garganta
y la boca del estómago.
Cuando suena el teléfono
y la que llama dice:
“Yo tuve momentos
en los que me cargué
y me di cuenta
de que estaba siendo omnipotente
y sentía que dependía de mí,
arrastrar o hacer algo.
Pero no depende de mí.
Yo no tengo que...
Supongo que si vos querés
que yo me quede,
vos tendrás que hacer algo...
Si vos estás en ese lugar
y no te movés de ese lugar...”
Cuando te duele la garganta
y viene Van Houten
y te dice: “No tenés nada”
y entonces vos,
que creés que algo tenés,
te tomás una aspirina y en lugar
de dejarte de doler la garganta
te empieza a doler el estómago
y entonces suena el teléfono
y una mujer te dice
“si vos estás en ese lugar
y no te movés de ese lugar”,
te empieza a doler la cabeza.
Cuando te preparás un té.
Mientras el agua
se calienta en la pava
me acuerdo de que mi papá
calentaba agua en la pava
para afeitarse.
Nunca le pregunté por qué
no usaba el agua caliente que
salía de la canilla o porqué
no se afeitaba con agua fría.
A la cuenta de las cosas
que nunca le pregunté a mi papá.
¿Y las cosas
que no te preguntan tus hijos?
¿Y las que te preguntan
y vos no contestás?
Silba la pava como silbaba mi tía Beti
una tarde del mes de junio de 1972.
Un saquito de té en el fondo de
una taza blanca de porcelana que
tiñe el agua que vos echás.
Ahí hay una modificación
que tiene la forma
de un dístico rimado:
Lo seco se vuelve mojado,
lo transparente, colorado.
Un novelista realista
tomaba una copa de vino
en un agreste patio de Santa Fe y,
atraído por la presencia de un colibrí.
que, suspendido en el aire,
estudiaba una planta florida,
dijo: “Cuando el hombre
inventa el helicóptero
nada inventa nada
en realidad”.
El novelista realista
era un poco simbolista
y creía que la naturaleza ofrece
enigmas que es nuestra función revelar.
Como el tipo que escribió:
“En cada gota de lluvia
mi vida fracasada llora en la naturaleza”,
o algo así. Yo también creo así.
Y entonces ahora,
cuando veo
que en la tacita de té
lo seco se vuelve mojado
y todo se mueve menos yo,
cuando lo que se espera de yo
es que me mueva,
me empieza a transpirar la frente.
Un “sudor frío y perlado”,
como dice un diccionario
que se revela el síntoma
de la baja de presión.
Me tiro al suelo.
Pongo, por poner pongo
las piernas altas contra la pared:
el único de los primeros auxilios
que recuerdo y puedo usar
de manera irreflexiva e indiferente.
Tirado en el piso,
me amenaza un gato.
Mi gato.
Otro dístico rimado:
Me huele y me mira;
no sé si me cuida o si me vigila.
En un momento, me quedo dormido.
Como si tuviera más sueño
del que cabe en mí,
y no quiera nada ni prefiera nada,
ni haya nada de nada adonde huir.
Martín Prieto nació en Rosario en 1961. Integró, desde su
comienzo en 1986, el consejo de redacción de
Diario de Poesía. Publicó Verde
y blanco (1988), La música
antes (1995) y La fragancia de
una planta de maiz (1999).
[Índice] [Principio
del poema]
Preludios reales /
Marcelo Díaz
|
but in the real world
we must say real goodbyes
Roy Orbison
|
Bajo presión
Si en La música antes (1995) el
reconocimiento de un resto de saliva en el borde de una taza era capaz de
provocar que toda la presión del universo se concentrara sobre una cabeza, en
Los temas de peso la pregunta,
luego de que el yo del poema no consigue pensar en lo que piensa que debería
pensar, es "por qué toda la presión del universo / no me hundía de una
vez".
La coincidencia, lejos de ser un mero juego de palabras, deja ver un cambio
de perspectiva. En Los temas ...
las cosas, los hechos, los mensajes parecen haberse vuelto confusos, o por lo
menos difíciles de interpretar; y el yo de los poemas ya no se presenta con
una voz que indaga y puede extraer conclusiones frente a una serie de
estímulos del mundo exterior, sino que es más bien un dispositivo en el que
ante la presencia de "lo real" persiste la ironía, pero combinada
con algo de escepticismo, desconcierto y una dosis importante de sensación de
derrota. Tal vez por eso la pregunta que recorre los textos, implícitamente
formulada en el primer poema, sea cómo hacer para que las cosas no se
aparezcan corridas de la justa dimensión de lo real.
La dimensión desconocida
¿Y cómo
hacer? pero antes: ¿es posible? Empecemos por preguntarnos por qué estos
poemas se presentan como preludios. Dice el Diccionario
de la Real Academia Española:
Preludio– (del lat. praeludium) Lo que precede y sirve de entrada, preparación
o principio a una cosa. // 2. Mús. Lo
que se toca o canta para ensayar la voz, probar los instrumentos o fijar el
tono, antes de comenzar la ejecución de una obra musical. // 3. Mús. Composición musical de corto
desarrollo y libertad de forma, generalmente destinada a preceder a la
ejecución de otras obras. // 4. Mús. Obertura
o sinfonía, pieza que antecede a una obra musical.
Deberíamos
decir, entonces, que estos veinticuatro preludios están antes de "la
Obra"; son piezas breves que "preceden", y en ese preceder
(que no es, obviamente, cronológico) está en juego una jerarquía en relación
a la cual el preludio es una pieza menor, no apta más que para ingresar en el
zaguán, y sólo ahí, de La Literatura . En este sentido el primer preludio
admite ser leído como una declaración, irónicamente invertida, de principios:
no hay poesía a partir de "grandes temas". A su vez, estos poemas
podrían verse como una suerte de ejercicios para fijar el tono ¿El tono con
el que se busca dar cuenta de la experiencia de lo real? ¿el adecuado para
dedicarse a la minucia y al enfermante relevamiento de los detalles?¿la
poesía se hace no desde los "grandes temas" previos sino en el
tener que vérselas con las palabras, con las ideas, con el orden que el poema
impone a una percepción del mundo al parecer inevitablemente fragmentaria?
La música antes
En tanto
un preludio es una forma musical, es evidente la vinculación de estos textos
con los versos que abren La música antes:
"no te olvidés de la música / pero no te olvidés tampoco de que la
música cambia".
En principio se podría pensar que la música de los poemas de Prieto no ha
cambiado demasiado; su arquitectura sigue siendo precisa, pulcra, regular:
poemas que en su brevedad presentan algún conflicto, impresión o situación
que afectan a ese yo poético generalmente central, el foco puesto en un
detalle revelador, alguna conclusión punzante que se extrae de todo esto, versos
finales que rematan el poema y lo dejan, como decía un amigo mío adicto a los
motores, "afinadito, afinadito".
Sin embargo, esa voz afinada que en estos inéditos ensaya y se ejercita en
fijar un tono se ha abierto a nuevos registros, procesa nuevos materiales, ha
ganado en matices. Así los textos de Los
temas... pueden asumir la forma del apunte, como quien registra
rápidamente una situación, abrirse a ciertas inflexiones orales ("unos
como borrachos pero que eran pobres", "...donde los boludos como yo...")
o directamente citar ("Si lo encuentro a ese negro hijo de puta / saco
la cuchilla y le corto el ojete a rebanadas", "Yo tuve momentos /
en los que me cargué / y me di cuenta / de que estaba siendo
omnipotente"), pueden cerrarse en un anacrónico éxtasis beat ("oh,
yeah, oh, yeah, oh, yeah") o valerse de onomatopeyas para representar:
la lluvia cayendo sobre un toldo ("blan, blan") o sobre las
baldosas del patio ("traj, traj"), unos tipos comiendo ranas
("flab, flab"), unos vidrios que caen ("clanck, clanck"),
pueden disponer infinitivos para evocar y/o distorsionar un tono de sentencia
("Es no ganar, no ganar nunca", "Fumar. O mejor no, no fumar.
Sí, fumar..."); finalmente, un preludio puede ser una sola línea,
lapidaria: "La fama era tu luz".
Unidad & Diversidad
Volvamos
entonces a "la justa dimensión de lo real", y notemos que Prieto
diversifica en Los temas... el
abordaje de lo real, tanto registra y fecha, como cavila interiormente, o
cita, o ironiza. Se vale del preludio por su procedencia musical y su
carácter menor, pero también porque le permite incluir, bajo su elasticidad
formal estos veinticuatro poemas y evitar la dispersión jugando a desarrollar
un género que en sí podría contener lo heterogéneo.
Unidad en la diversidad. Ese yo escéptico, irónico, vencido, que entrega sólo
fragmentos de su mundo, no resigna la posibilidad de dar cuenta de esa
experiencia de lo real. Y no cree en un acceso místico, sino que recurre, más
bien, a una construcción dificultosa, sin garantías, capaz de dudar de sí
misma, y que necesita atender tanto a la parla simultánea de sus
contemporáneos como a la intervención providencial de la naturaleza para
resolver el desastre cotidiano del mundo artificial. En esa tensión entre
datos e impresiones que parecen desembocar solamente en el absurdo del mundo
y el esfuerzo por organizarlos en poemas de factura generalmente impecable,
se juega el acceso a la experiencia de un lenguaje capaz de ser menos que un
puro monumento institucional y a la vez más que un murmullo indiferenciado.
Un lenguaje que ligue elementos dispersos y dé su versión de lo real, no a
través de "los grandes temas" que sepultan bajo su retórica toda
diferencia, sino a través de la confrontación con lo mínimo y lo cercano.
[Índice] [Principio
del artículo]
Escenas familiares y otros poemas
Omar Chauvié
El ABC de Pastrana
serie A
tarraja pastrana
poesía es todo
dice pastrana
mientras acomoda las cubiertas
poesía es todo lo que se puede ver.
a pastrana le dicen tito
y en su vida vio una murga
"algo parecido una vez
en los corsos de puntalta"
(sabe
pastrana
del aguante rojinegro
luto y sangre
la caja del mionca
el tetrabrik y el corazón
luto y sangra)
pastrana se come a la jermu del gomero
a la mujer del gomero no se la come nadie
es la del cuento de las moscas
sólo pastrana se la banca
ahi va pastrana
pa´la saranda pastrana
ya ya ya ya ya
entre bahía y puntalta hay
siete leguas
el viaje no dice nada
sólo dormir
parís-texas dice pastrana
y no sabe cuál es cuál
me voy pa´ texas dice
como john wayne
y se toma "La Acción"
me voy pa´ parís
como carlitos monzón
y se toma "La Acción"
poesía es un travelling bahía-puntalta
antes, cuando tenía el gordini
le sacaba una tuerca a cada rueda
y hacía los 35 kilómetros que le hervía el culo
piensa:
hervor de culo
qué difícil
culo haciendo burbujitas
culo al rescoldo
caldo de culo
él siempre definía
"a la literatura para que ande
hay que llevarla al mango
y con alguna tuerca floja"
(se equivoca
no
pastrana, el dedo
y escribe "con alguna turca floja"
y dale pa´delante)
pastrana /si llega
se acuesta con el padre
y dice que no importa
porque poesía es todo
lo que se puede hacer
Algunas imágenes del costado del sol
I
re
flex
xiona
pastrana el viejo
se pone filosófico
con estos viajes/ el viejo
con estos viajes
siempre se pone
la ciudad se le corre bajo las piernas
al viejo
recorremos los desarmaderos
desalmaderos
del Saladero al WalMart
sales
donde las chapas se pudren
donde los colores
se decoloran
se aguachentan en changas/ en chapas
desalmaderos
mientras
hotter than hell gritan los kiss
una sábana blanca
acompaña la ruta por los costados
él habla de expediciones a las salinas grandes,
de ópticas, de paragolpes,
de un general del pasado y la pampa
las chapas ven pasar el arroyo
de norte a sur
el cielo se repite en
parabrisas tirados
ya cubiertos de cardos
invocación:
las chapas para pastrana
aunque se pudra la noche
en este viejo camino a puntalta...
señores de la sal
II
el viejo
ahora
encuentra
a otro viejo
gordo
amplio
que cría chanchos acá
al muy costado del sol / de la sal
y como tiene por costumbre
el viejo lo conoce.
bajo las chapas
bajo el sol del desarmadero
un guardabarro de 404
es
la sombrilla de un lechón
la tarde se pasa
camino del aeropuerto
el cartel de coca cola
gotitas más, gotitas menos
es sudor
tan fría en este verano
coca
nos habla del regreso
fierros cutáneos son la pereza de la tarde
masticadora de pasto
de pasto blanco como una vaca
pastrana nunca olvidaría
el momento en que lo llevó a conocer
los desarmaderos
su padre
fierros cutáneos, la pereza de la tarde
escenas familiares
"...la dilijencia o los wagones
salen a un pequeño espacio desmontado en cuyo centro se alzan diez o doce
casas. Estas son de ladrillo, construido con el auxilio de máquinas, lo que
da a sus costados la tersura de figuras matemáticas, uniéndolos entre sí fina
argamaza en filetes finísimos i rectos. Levántanse aquellas en dos pisos
cubiertos de techumbres de madera pintada. Puertas i ventanas pintadas de
blanco, sujetan i cierran cerraduras de patente; i stores verdes animan y
varian la regularidad de la distribucion."
D.F.S(armiento)
plano bien plano
puerta
pasillo
baldosa
otra vez puerta
madera
un color madera
placard largamente
placard
puerta placa
puerta
portal
madera mampostería vidrio
mampara amapola lavanda
se puede ir de un extremo a otro
telas, telas crudas
ventanas
mosaico
viejo mosaico
despintado
marco y contramarco
un tema de los beatles que habla de calamaro
ventiluz
cama
música de cámara
cielo/raso/azul
fragancia
pared de bloques
pared
pared de ladrillos
pared
cable
cable de teléfono
cable de luz
cable de cable
biblioteca de mimbre
biblioteca de pino
biblioteca de tablones sucios
sostenida por ladrillos cerámicos
un reloj que indefectiblemente
un poco de olor a mierda
pero propia
puerta
placa
pared
sanitario
bañera
cortinado blanco
rejilla poblada de cabellos
agua grisácea,
viscosa, casi sólida
imposible ponerle una mano
encima
dentro de la pared hay
por lo menos
seis codos de media
recubiertos con pintura epoxi
y hay
caños de luz
de metal,
de metal negro,
de pvc
de otros materiales
todos contienen cables siempre
en dos colores
hay muchas cosas más en esa pared
arena ladrillos agua
agua tiene mi pared
debajo de estos pisos
también corre agua
agua en caños
puerta
balcón
constructores baldomerizados
un sifón azul
contra un azulejo azul
y el cielorraso azul
del que antes les hablé
a la habitación contigua
comunica una puerta
por pura contigüidad
biblioteca
de mimbre
oh, biblioteca de
mimbre
cielo azul de raso
luz de filamento finito
1 cubrecama de color limón
la dentadura postiza
los zapatos sobre el lavarropas
dos y dos en cielos de raso
lo que he visto y he oído
pared
dos pasos
pared
dicen que J.D.Perón,, cuando
reflexionaba sobre la acumulación política, apelaba a esta analogía: un
movimiento tan amplio como el nuestro, se construye como el adobe del rancho
de los criollos, juntando barro y bosta.
no tiene vidrios
ni maderas
sólo picaporte y hierros
la puerta de entrada
nada más
sólo telarañas
y hierros
rectos unos, curvos otros
víboras negras inmóviles
seis pasos
otra vez puerta
con metal constituyéndola
pintado de azul
los vidrios que sólo luz
y opacidad
no imágenes
luz y brumas
nunca imágenes
luego pared
regularmente
interrumpida por aberturas
ladrillos y salitre
en 30 cm de ancho
X muchos, muchísimos más de largo
argamasa en un tiempo sólida
donde además de los componentes tradicionales
hemos hallado
palitos
pastos
bordes de nidos de golondrina
pestañas de palotes
plumas de gorrión
restos de diarios regionales
alambres atigrados por el agua y la sal
tierra del patio
neutrones y protones
portones no
portón hay uno solo
adheridos a las paredes
prismas metálicos
que generan la energía
calórica
que perciben uds. en el ambiente
bibliotecas de mimbre pobladas de quetejedis
ocho pasos
siempre
de los que yo uso
y con rumbo este
abertura regular rectangular
de una altura superior a la de un hombre
parado sobre la punta de sus pies
y con los brazos extendidos
los puños abiertos
abertura munida de instrumento dorado
bajo el cielo refulgente
indispensable para las operaciones de
apertura y cierre.
Escasa superficie
más o menos
dos hombres obesos de costado
durante cuatro pasos apurados
los gordos respiran un poco más cómodos
en la parte central
donde una puerta de dos hojas
ubicada sobre el lateral interno de la pared
les permite apoltronarse en el espacio
me detengo un momento
frente a la puerta
gordos mediante
vidrios repartidos por perfilería liviana
y goma paraguaya
que a modo de cuña se introduce
entre parante y cristal
transparencias
más polvo más hollín
más miopía
pintada la casa
está
control
la boleta del gas
la de la luz
la cuenta del teléfono
la boleta de azurix
el resumen de la tarjeta
las compras de la cooperativa
las del disco
las del walmart
los gastos mensuales
los gastos semanales
los gastos diarios
las luces encendidas
las canillas bien cerradas
la llave del calefactor en verano
las horas frente al televisor
las horas frente al monitor de la computadora
la hora
el piloto inútil de los artefactos de gas
(¿para que sirve el piloto?)
los vasos rotos
los platos playos
los tragos de agua
la cantidad de platos
el número de ñoquis
las salidas
las entradas
los impulsos
las miradas
la luz apagada
las palabras
los gritos
los gemidos
que los gritos parezcan gemidos
que los gemidos parezcan silencio
ya está
ya
se terminó
derecho de admisión
a la mañana
no
frente al espejo
no
los jueves
no
con la luz prendida
no
entre ocho y ocho y cuarto no
reirse
no
hablar
no
con música
no
el ventilador
no
una palabra
no
dos palabras
no
muchas palabras
no
que hacés tres veces
no
que hacés
no
los martes
no
en el umbral de la puerta
no
boca abajo
no
cuesta arriba
no
con esta ropa
no
sin ropa
no
mirándose
no
contra la pared
no
al mediodía
no
los lunes
no
de vez en cuando
no
nunca
no sé
con el perro
no
con filosofía
no
con dulce de leche
no
con aire acondicionado
no
con airbag y dirección asistida
no
con todas las prevenciones del caso
no
como gustes
no
como ud. diga
no
como en lo viejos tiempos
no
como con bronca y junando
no
common mode
no
como no podía ser de otra manera
no
en un susurro
no rápido
no despacio
no los miércoles
no los menores de edad
al sol
no
no
o
esto no se arregla
con un poema
with me
no
withouting you
no
with ney houston
no
cabo cañaveral
no
otras escenas
naranja la carretilla trueno del viejo
el amigo
quería pintarla de un color
estridente
para llamarla el "trueno
naranja"
como al chivo de Pairetti
la encontró en los
fondos de la cooperativa agrícola
como un residuo de las novedades del pueblo
-el asfalto o las obras sanitarias-
hace más de treinta años
es y era mezcla de óxido y metal
y a fuerza de electrodos, martillazos y hierros del ocho
la repararon en un taller entre di tellas y pumitas
no tuvo pintura naranja
sino un neumático de siambretta, mucho después
para afrontar terrenos más agrestes
cuando el vigor físico empezó a declinar
en otros lares
y entre versos cortos
de algún poeta norteamericano
zambas reflejadas
qué pena que no me duela
se queja del dolor del
nombre
de su ausencia
se queja
el pedido es
fundamentalmente al dolor
y luego las preguntas:
quién te querrá
pero el que ayer
por qué
ya no lo hace más
paisaje de catamerca
visto desde arriba
esto no es más que poblaciones desperdigadas
a las que se suma un camino extenso
que llega adonde la mirada
no
higueras, nogales
rodean y protegen las viviendas
con chinas en acto perpetuo de barrer el patio
ovejas al atardecer
perros a la hora de la siesta:
tonalidades varias de un mismo color
china infiel
che, calláte corazón
dejá de llorar
que ni dormir puedo
mirá que te arranco
mirá, si pudiera,
así, iba a saber
esa
me engañaste?
no te comprendí?
estás adentro de mi cuerpo
y no logro saber qué pasa
ojo
no me obligués a perdonar
la
en la calle le quise gritar
pero sólo tuve ganas.
a ella
olvido
a ella
ni perdón
Omar Chauvié: nació en Jacinto Aráuz, La Pampa en 1964. Reside
en Bahía Blanca. Es Profesor en Letras por la Universidad Nacionar del Sur.
Editó Hinchada de metegol,
Ediciones VOX 1998.
[Índice] [Principio
del poema]
Chauvié experience
/ Sebastián Morfes
Hace algún tiempo cuando vi
el nombre de Omar entre las menciones de uno de los premios de Diario de Poesía tuve un arrebato
cholulo que tranquilamente podría haberse confundido con experiencia de
lectura; lo próximo a eso fue buscar la presencia de Chauvié en la ciudad ya
sea en la guía telefónica, participaciones en la vida ciudadana; después lo
conocí y me saqué de encima esa cosa rara de leer un poeta de la misma ciudad
al que uno no conoce. Una vez lo encontré en la puerta de la Universidad,
algo en la charla me permitió comentarle un verso de Dylan Thomas a modo
ilustrativo que traducción mediante diría: "yo que era sordo a la
primavera y verano"
Un tiempo después, este encuentro cruce entre Dylan Thomas y Chauvié parece
dejar resultados interesantes. La tensión generativa, afuera del mundo,
emanatista, y Chauvié entra en contacto con otra tensión más destructiva (¿?)
que tiene que ver con una alteración que parece temporal, dispuesto al
costado del poema, de una especie de línea rectora del poema, como un
sedimento, un continuo que más que generar repite redunda avanza en una
descripción que tiene que ver con lo más próximo, y en la que abunda un verso
corto que trabaja con el tono <<prosaico>> de los poemas.
En otra mención (concurso VOX), con la que Chauvié publica hinchada de metegol, un librito rosa del
que me quedaron principalmente 2 cosas: 1) el poema de Baudelaire: "Baudelaire, Baudelaire,
Baudelaire te vinimos a ver"; 2) la posición de los jugadores en el
dibujo de la tapa, inclinados en el punto más definitorio del dribling. Y me
pareció acertada la inclinación, la afectación, esa del dibujo incluso para
pensarla como actividad poética: el montaje, la abstracción, la
desnaturalización de todo; o la rara naturaleza: como por ejemplo el chancho
a la sombra de un guardabarros oxidado.
Esta inclinación siempre me pareció que se da a la fuerza, sin la saliva que
usa Pastrana cuando dice en una especie de epígrafe "acariciarte los
ojos con este dedo ensalivado". Repetición hecha música a fuerza bruta.
Pastrana París Texas Pies Reverberados.
El ojo que distorsiona, como el que deja por siempre a los gambeteadores en
una caída continua rompe la base de cualquier consejo de lectura, material
marginal, peso de autoridad o referencia: desde los paréntesis trabajando el
nombre de Sarmiento como si fuese un diyei, hasta el comienzo de la extraña
alusión al movimiento peronista, un "dicen" seguido de una condena
demasiado cargada de típicos prejuicios de clase media.
La sintaxis aparece (último poema de escenas) como un juguete de una
profusión indominable. A diferencia de los anteriores donde la variación es
apenas perceptible, la pulpa del orden aparece y cae bajo el mismo hacha, el
título dispara para el lado más oscuro, y el ritmo sigue los refucilos y
saques de los electrodos que reviven por meses la herramienta. La base sería
la desierta "Cooperativa Agrícola",
el desarmadero que se extiende "del Saladero al WalMart". Referencias geográficas como "el
cable de cable", donde
"el viejo ahora / encuentra / a otro viejo / gordo".
El andar del gordini por el camino a Punta Alta acá está tuneado, no sé si
pistero, o personalizado, las llantas van cruzadas, la estabilidad no
estándar, pareciera seguir también acá a Lamborghini cuando dice que
"somos seres a medio terminar"; mete mano a la configuración del
auto: "antes, cuando tenía el gordini / le sacaba una tuerca a cada
rueda / y hacía los 35 kilómetros que le hervía el culo" como a la definición del género
"Poesía es todo". Hay
otro ciclo de corte de los versos, otra apuesta que se suma a la de "un
guardabarro de 404 / es / la sombrilla de un lechón". Parecería que
alguna clave de lectura aparece cuando la carretilla trueno del viejo recibe
una rueda de siambretta; ¿había una parte del patio adonde a los poemas de
Chauvié les costaba llegar?
En muchísimos casos hay que pensar en una máquina cuando
se bordea cierto tono de definición, "poesía es todo" dice Pastrana
cuando la bruma de los versos está ambientada por el escape roto del Gordini.
O para cambiar la intención de la pregunta, en el momento en que la
carretilla no llega a tener en sueños la pintura naranja, aunque sí
neumáticos de siambretta... ¿Esta elección afecta no la poética pero sí los
poemas? ¿Pensar en cuestiones cosméticas? ¿Poetica del tuning?
[Índice] [Principio
del artículo]
El junco será junco
Liliana Céliz
con la mano vuelta montaña o manto
así debía converger
en el estado antiguo de las cosas
por el este debía aparecer la gruta
luego el aire hizo ascender la llama
hacia su orilla
siendo en matices que saltaba
el pez venido desde el fondo
donde el resto en sedimento de las cosas
vuelve a montar la imagen
es el ascenso de la tierra en contención de las raíces
el pulimento de las hojas habrá sido articulado
las escenas que asignan a la sed
o el tronco mismo de los árboles
de allí que el agua hizo la arena
y no en la corrosión constante de algún sitio
a modo paulatino y manso
la sed, el derivado de la sed
corrigió líneas del que nada en nado
cuando decían lo profundo
primavera en uno de los mares
y no en el fondo
sino haciendo de lo alto un ciclo
será cosecha entonces
cuando los fluidos de este agua móvil
pinten a un tiempo
el primer rasgo de luz
cubriendo apenas los retoños
traspaso de la luz
a algún canal que es gota porque llueve
el agua ha sido migratoria
desde las pulpas de la carne el hombre
siquiera sin saber que es el diluvio
es el lugar propicio
en que el junco será junco y ve la luz
mediado de la noche en que vendrá el eclipse
el ave hizo una estela donde hay nubes
la conjunción de lo alto
en el lugar preciso donde es tierra rota
será la mutación entonces
el fuego que quemó las hojas
y en su interior las líneas de las hojas
ha puesto rojo a ese color que es sangre
y en su devoración la noche aplasta el equilibrio
el ojo del que es hombre en inicial contemplación
aprecia la versión en un segmento
más por debajo el lago
bordeado de una línea que adolesce en formas
en puesta superior se hace el espejo
el campo ha generado a ras del sol
el caracol de esferas del crepúsculo
partiendo de su sabia en dos
las ramas estentorias de algún ciclo
parece ser entonces
Liliana Céliz: nació en Rosario. Publicó Del traje de eva y su manzana (1997), ¿De dónde vienes de mirar tus ojos padre?
(2000) y tiene 10 libros inéditos.
[Índice] [Principio
del poema]
En el lago hay
fuego /
Gisela Lippi
O el fuego que quemó las hojas arrebatándole a la naturaleza
la apacibilidad / paciencia de los ciclos. O la mirada que muda y mueve las
formas de un cosmos rehaciendo la luz ahí donde el verde era tocado por el
tiempo (o el derivado de sucesos o deseos de sucesos que se articulan) y
languidecía en algún sitio descrito pero inhallable.
Todo sería y todo va a ser irremediablemente móvil y el ´orden´ se va a
agotar en el surgimiento.
Como devenir o promesa del que mira desde el no-lugar, desde ninguna fijación
o certeza y describe lo que ya no es pero permanece suspendido en alguna
esfera del alma o de la percepción o de algo análogo, como consecuencia. Como
quien aborda un paisaje en un sueño cargado de simbología y lo recuerda en
fragmentos que no descifra y al decir la palabra que más se acerca a la
imagen vista o a la impresión o captación del sueño a través de los sentidos
(no sólo de los cinco sentidos sino de todos) recargase, duplicase la
posibilidad de esa palabra.
Es difícil leer con los ojos cerrados. Es más difícil leer un poema (o mejor
una serie de poemas) con una idea prefijada sobre la poesía.
(Decir o repetir : una poética es un cosmos / microcosmos moviéndose por
cuenta propia en una realidad común llena de espacios denegados o abiertos o infinitas
opciones).
Partiendo del oráculo, a modo de oráculo y tomando un lugar en el accionar
imposible sobre la influencia de lo grande (el ascenso de la tierra, la
modificación de las líneas) estos poemas hablan desde el ojo en inicial contemplación y
versifican lo diverso.
[Índice] [Principio
del artículo]
Arte
Hubo
ese Beatle finalmente cinético /
Rafael Cippolini
Hacia mediados
de los sesenta, en plena explosión del Swinging
London, Paul Mc Cartney vivía aún en una gran casona en la calle
Wimpole 57, que era el hogar del doctor Asher y su familia. Jane, su hija
actriz, además de estar de moda, era la novia del bajista de los Beatles. En
una de las habitaciones de esa pequeña mansión, construida, al igual que todo
el barrio, por condes de Oxford del siglo XVIII (en moradas cercanas habían
transcurrido las vidas de Edmund Burke y Elizabeth Barrett Browning, como
también el célebre espiritista Sir Arthur Conan Doyle) el joven de Liverpool
no sólo compuso Yesterday, sino
que también cierta mañana, su contador le comunicó telefónicamente que "ya era millonario".
Su cuñado por esos días, el talentoso e inquieto Peter Asher, era inseparable
de John Dunbar (la pareja por ese entonces de la ascendente --y recién salida
de un internado de monjas-- Marianne Faithfull), del patafísico Barry Miles y
del esteta de vanguardia y heroinómano Robert Frazer, quienes no tardaron en
sintonizar al beatle con un gusto amplio y vanguardístico; Paul comenzó a
consumir a Ornette Coleman, Terry Southern, William Burroughs (a quien
frecuentó bastante, ya que vivía con su novio Ian Sommerville en pleno
epicentro del underground londinense), Duchamp, Dubuffet, Klein, Arman,
Breton, Jarry y John Cage. Tan impregnado se vio de todo ese espíritu, que él
mismo sugirió financiar el arriesgado proyecto que sus noctámbulos amigos se
traían entre manos: una maquinación a la que habían titulado Galería Indica, y que se instalaría poco
después en Mason's Yard 6.
Para la historia del más grande grupo de rock & pop, la página - Indica
por excelencia sería el encuentro de Lennon con Yoko Ono: ésta última, ya
vinculada con Fluxus; el primero, todavía, resistiéndose a dejar de creer que
avant - garde significara algo
distinto a caca en francés.
Para Mc Cartney, en cambio, la mayor impresión que le depararía Indica sería
la que iba a experimentar con la muestra con que Dunbar programó el comienzo
de un largo ciclo de exposiciones y que inauguró el 4 de junio de 1966; una
exhibición que trajo mucha suerte al creciente artista expositor, ya que,
mientras estaba en marcha, ganó nada menos que la Bienal de Venecia.
Julio Le Parc, que formaba parte del Groupe
de Recherche d'Art Visuel de París, consiguió fascinar al joven
Sir con sus anteojos distorsionantes y sus espejos de mano.
Mc Cartney aún recuerda que Le Parc instaló en las afueras de Mason's Yard un
conjunto de "inestables cajas negras de madera [que lograban que] cuando
uno se paraba sobre ellas se tambaleara de forma alarmante. Una mañana, los
barrenderos de la municipalidad de Westminster las confundieron con basura y
se las llevaron. Nunca se las volvió a ver".
[Índice] [Principio
del artículo]
Reseñas
Uno duerme o
hace listas / Carlos
Battilana
Las
últimas mudanzas / Laura Wittner
Ediciones Vox, Bahía
Blanca, 2001
Las últimas mudanzas de Laura Wittner (Buenos Aires, 1967) hace uso de
una lengua que absorbe materiales heterogéneos con el fin de armar escenas de
las que el lector parece quedar excluido o perplejo. Como si los
acontecimientos diversos hubieran desaparecido en el interior de una pátina
fina y transparente, la percepción que refiere este libro también se apelmaza
en esa superficie lisa y homogénea. Así es que los diálogos, o los enunciados
en inglés, o las inscripciones callejeras, o los nombres de productos
comerciales, se integran al discurso sin discordias, casi en sordina, lo que
permite reorganizar la multiplicidad de registros, imágenes y hechos en un
universo nuevo que carece de jerarquías. Si hay movimiento en estos poemas,
pertenece a la referencia pero no a la enunciación. Se fija en la lentitud
(el goteo de una canilla) o en el cruce violento de seres y objetos (un
camión a punto de atropellar a un ciclista) una temática, frente a la cual el
lenguaje resulta implacable en su poder de inscribir y fijar, pues aquello
que designa parece quedar sometido a una suerte de congelamiento. El efecto
que produce lo real resulta el de un frío estremecimiento de desazón que no permite
indagar más allá.
Cuando mirar se enlaza al escribir, los objetos y el mundo en general pasan a
formar parte de un relevamiento. Pero a diferencia de las miradas rigurosas
de las investigaciones de la ciencia, cuyas observaciones conducen a
clasificar matrices y paradigmas, aquí cualquier lista de inventario anula
las diferencias y juzga los objetos con un criterio uniforme de importancia
("Magnetos en la heladera para/ entrega de pizza, farmacia,/ remises,
libros, sandwich./ El recorrido de las líneas del subte/ trazado en la pared,
iluminación artificial,/ miguitas, moretones.").
A su vez, las personas de las cuales se habla, parecen diluirse en la
imprecisión. Se predica algo de ellas, o se las muestra en acción, o se las
describe mínimamente, y luego se pasa a otra sin solución de continuidad,
reafirmando una suerte de narrativización que agrupa diversas voces y
perspectivas sin ningún aviso previo. Así es que en el poema "Le dio el
encendedor sin una sola palabra" no se sabe a quién se menciona, quién
es el depositario de la acción, quién la realiza, quiénes "la
escuchan", quién va "a dar un par de consejitos/ para las
dificultades".
En Las últimas mudanzas el
mundo se vuelve ajeno a cualquier explicación, y si alguna vez hubo
esplendor, fue absorbido por un "mar gris [que] inunda el cielo
gris." El conjunto de los días, de los recuerdos, del mundo, se reduce a
extensas enumeraciones que pierden fuerza en el encuadre que construye la
mirada. La vida se diluye, carece de energía, no hay furor, ni situaciones
extremas; así es que el yo que enuncia en este libro, cuando afirma, tiene la
certidumbre de que se pueden hacer muy pocas cosas, o en realidad, solamente
dos: "uno duerme, / o hace listas."
De Las últimas mudanzas /
Laura Wittner
.
Epigrama
Dijiste algo y entendí mal.
Los dos reímos:
yo de lo que entendí,
vos de que yo festejara
semejante cosa que habías dicho.
Como en la infancia,
fuimos felices por error.
Rapture
después
el oxígeno se agota,
un segundo antes alcanzamos
a acercar ceniceros, vasos,
el teléfono.
Cuando todo lo que podría
llegar a ser necesario y a estar lejos
rodea la cama
ya no hay qué hacer ni qué decir.
Literales, charlamos de esto y de lo otro
y cada uno vigila una salida
por donde la dicha pudo haber huído.
Si lloviera dentro de esta habitación
el agua no haría más que lavar
unas piedras tibias.
Me cuenta mi padre...
Me cuenta mi padre que Toronto
es de vidrio y colores contra el blanco de la helada
y tiene diez kilómetros
de ciudad subterránea.
Aquí hace calor, yo paso en la oficina
algunas horas de la tarde,
vos tenés encendida la TV
y me llamás por teléfono. De paso
desbaratás Toronto
decís que una ciudad
intercomunicada bajo tierra
es una idea insensata –que si fuera por vos
no existiría población en Canadá,
tan a trasmano de un clima razonable.
Me quedo un rato largo sentada
frente al escritorio, pensando
en un material que pueda
ser modelado con los dedos
pero que también, con la presión
y la insistencia
se empiece a deshacer en migajas
hasta devolverse al vacío.
[Índice] [Principio del artículo]
Amor y lucha/ Beatriz Vignoli
Mate
cocido / Diana
Bellessi
Nuevohacer
- Grupo Editor Latinoamericano
Buenos
Aires, 2002
Cuesta entrar en los poemas
casi ideogramáticos de "Mate cocido", pero, una vez que se da con
la clave (clave espiritual, anímica), el libro es como uno de esos refugios
terrenales paradisíacos que luego de descubrirlos nos dejan preguntándonos:
¿cómo pude vivir tantos años sin esto? Terminar de leer y releer estos
ochenta y siete poemas deja con la sensación de que "Mate cocido"
es un título injustamente humilde, ya que la manera que tienen de nutrir el
alma los asemeja más a un "Guiso carrero" (título de uno de los
poemas). ¿Y qué escribir sobre ellos, cuando la sensibilidad y la emoción nos
superan? Libro inasible para la mente éste, precisamente por la cercanía
afectiva de su tono y de sus temas, y por la sincera claridad con que
demuestra esto: que es posible hacer buena poesía con buenos sentimientos.
Quienes crean que no, pertenecen a esa zona biófoba del Modernismo para la
cual, como dice el tango, el mundo fue y será una porquería... entonces, si
nada fuese amable, la buena literatura sólo podría brotar del desprecio... Contra
semejante blasfemia se alza la voluntad política de Diana Bellessi. Con muy
amables maneras nos demuestra la falsedad del dogma gnóstico que dice que el
mundo es todo malo: esa (se reflexiona después de la lectura) no es otra que
una verdad a medias inculcada por aterrorizadas madres urbanas, y Bellessi
–al igual que su más noble antecedente, la poesía romana
clásica–, no ha renegado nunca de su origen rural. El mundo de
"Mate cocido", que retorna un poco al de sus primeros libros, es
natural casi hasta lo bucólico, pero jamás aburre. Al contrario, es rico en
toda una minucia de acontecimientos. Vinculados afectuosamente entre sí, los
personajes se repiten de poema en poema, y van armando una especie de saga
familiar: Talita Kumi y Zokol, los perros, sufren un destino que es
compadecido por algunos de los humanos, entre ellos "el Tata" y la
poeta misma. Además están los niños, las amigas, la hermana, y los
antepasados, estos últimos presentándose en "nítidas" visitas
(¿fantasmas?). Animales, plantas, hombres y mujeres de diversas razas: todo
es elevado a la misma dignidad. El yo lírico es menos un centro que una
atmósfera de emoción para estos seres, cantados con una voluntad de épica
menor. La experimentada voz, segura y firme, que dibuja este mundo (y que se
da el lujo de mostrarse vacilante sólo por amor) celebra la belleza de todo
lo viviente: "En la mañana gris/ campanitas/ salpica entre las ramas/
esta magia" ("Ipomeas"); "no quiero irme, mundo/ tan
hermoso" ("Don Eduardo"); "Tan justa me parece/ la oportunidad
de vivir Dios nuestro" (Fantasy) y en esta plegaria de gratitud se
incluye una mirada afectuosa sobre lo que otros espíritus religiosos, en su
fanatismo, desecharían como productos artificiales: "Ah, estrellitas
taiwanesas de mi lápiz/ glint stars..." (Fantasy). El concepto
benjaminiano de "redención" viene a la mente en relación con esta
actitud, que bendice la obra humana. ¿El poema puede cantarse a sí mismo,
entonces? Claro, son poemas de amor de lo que se ama también a sí mismo, se
ama y se restaura. El deseo activo de todo bien, sanador de todo daño, tal el
poder eficaz de esta poesía, su magia blanca.
El canto celebratorio de aquello cuya experiencia incluye al sujeto, abarca a
la poeta como habitante de una felicidad siempre provisoria, y nunca del todo
ajena al paso del tiempo. Con sagaz prudencia, esta voz lírica no sucumbe a
la fascinación ideal de lo sublime: ni siquiera se deja obnubilar por el
vértigo de la total insignificancia. "Qué manera de anhelar/ la
insignificancia. Sólo/ ella brilla como gema/ y parece no banal", dice
la primera estrofa del poema "Novecento", como si la mayor cantidad
pensable de abyección o de nada cupiera en la medida de un: "¡Qué manera
de llover!" Pese a rozar los límites de la rarefacción y el hermetismo,
esta palabra busca y encuentra su mesura en el decir popular. Con todo su
cotidianismo, esta es una poesía de alta condensación lírica, que cuando
atiende al ritmo de la cumbia lo hace para enrarecerse, abreviarse. La
tensión resultante es un problema de quien lee y ve desafiadas a cada verso
sus expectativas de hallar algún rasgo populista en las referencias a lo
popular. Lo político, en esta poesía, es no violento: su lúcida y acrisolada
conciencia se traduce en una desinteresada ternura. Esa ternura y ese respeto
abren precariamente un paraíso en la tierra: precariedad que pide un poema
siguiente, que demanda la repetición del gesto que volverá a abrir el cielo.
Hay un lugar humano en cada uno de estos poemas, un lugar donde habitar,
donde el alma puede hallarse en casa. No odiar, no temer, parece ser el
mandato ético tras estos versos, cuya apariencia superficial de panteísmo
franciscano es engañosa, ya que primero se elige con cuidado el objeto de
amor: siempre entre los inocentes. La inocencia de los seres puros es
defendida aquí, bien defendida contra el discurso perverso del poder. Amor y
lucha son indisociables, en esta lírica en lucha por lo bello del mundo.
[Índice] [Principio
del artículo]
De Mate
cocido / Diana Bellesi
La dualidad abolida
Qué tan bello
como una carretera
en mitad de los trópicos
no se sabe
bien del atrás y menos
del porvenir, tampoco
se está en otra
parte sino del todo
allí en el instante
dicen siempre
pero hoy digo no,
o está el instante atado
a un fulgor
remoto y soñado
donde hicimos el plan
de una vida
para volver allí,
la verdadera tierra
sí, natal
sin dinero ni objeto
salvo enamorado
frenesí
de extraviarnos qué tan
bello como una ruta
extendida
en el desierto verde
me hablaría a mí?:
la rutina
de días donde el tiempo
es marea tendida
que asciende
o que baja borrando
numerales de páginas,
calendario
de oro o de humo,
lleno o luz desnuda
kuán o la
contemplación, bananos
y entre sus hojas púrpura
corazón
la suave voz del Tata
el mate y colibríes
no se sabe
bien del atrás y menos
del porvenir, se está
aquí y es
parte ninguna sino
fulgor, tierra natal
Tributo
Ya nos volvemos viejos
el Mudito y yo. Alzo
la mano y me contesta,
alza la suya y
le respondo yo. Muelle
o río de por medio
y un dulce amor tan grande
como el tiempo en el medio,
Ramón y yo volviéndonos
viejos. Su gesto siempre
me ilumina, qué será
lo que nos une tanto
vientecito del norte
en los veranos, ¿sabe
que soy su narradora
y mi héroe es él, gesto
iluminado y yo
palabras en la boca
traición que mal escucha,
un puente al fin tendido
al corazón? Parecen
tan precisos sus actos,
remar, puntear las zanjas,
cortar el pasto. Limpio
movimiento del cuerpo
grácil, sabe lo que hace
y yo no siempre, sólo
si lo miro. No obstante
no es eso, la sonrisa
abierta, la alegría
austera y precisión
de su frase en el gesto
con las manos. No tiene
labia de más, parece
su voz sagrada ¿eso
será? No..., te acordás,
también tuvimos charlas:
me mostraba un anillo
imaginario hablando
de amor, hijo tenía y
mujer que aquel verano
volvió con la amiga
que fue el amor de Juan
O aquella vez: estás
triste? preguntó con
su mano tocándose
el corazón. Lo supo
porque es sabio, y bueno
su mirar, este amigo
tan querido, los dos
poniéndonos ya viejos
Ramón, qué lindo, vos
y yo
Novecento
Qué manera de anhelar
la insignificancia. Sólo
ella brilla como gema
y parece no banal
La pródiga vuelve a casa
sin haber atesorado
prodigio alguno, una mano
atrás y otra adelante
La de atrás recoge aquello
que ahora reconoce, cofre
de tesoros recibido
siempre de los otros, hay
que abrirlo con la mano
de adelante, retrasada,
que los jóvenes empujan
Sí señores pero ésa
es la magia si se llega
a tiempo. Cruz del camino
detenerse un poco aquí
a ciegas y después otra
vez hay que elegir por dónde
perecer en la agonía
del acierto o el error,
esa repetición propia
Recuerdo una vieja historia
de amor. La señora era
rica, la heroína no
No seré tu contadina
dijo, y rompió los lazos
con orgullo aunque se fuera
el corazón. Me decían
gringa pero no era honor
de piel blanca y go home, gringa
bruta, una paria del campo
vuelta luego pata sucia,
los negros del otro lado
de la vía. Roce y viajes
o educadita la mona
aunque la vistan de seda
pal monte tira si llega
a tiempo. Decime vos
que soy la única, blanca
cabecita que conozco
decilo sí, por si acaso
la insignificancia olvido
Ipomeas
Asalta en
las mañanas
De profundis
Un fulgor imposible
y fugaz
Crece como las habas
de aquel cuento
Puede ser tan voraz
la belleza
En la mañana gris
campanitas
Salpica entre las ramas
esta magia
Trepa una ligereza
que asfixia
Es corona y cepo
De profundis
Monocromo vitral
el azul
de la naturaleza
[Índice] [Principio
del artículo]
La
unión de los subalternos / Eva Murari
Natatorio / Martín Rodríguez
Siesta
Buenos Aires, 2001
|
Las personas mayores
¿a qué hora volverán?
César Vallejo
|
Si como afirma Santiago Llach en su reseña a El conejo de Martín Rodríguez en VOX virtual N° 9 "lo que hacen las
palabras es configurar una relación con el Estado", en Natatorio esa relación se establece a
partir del vínculo del poeta- niño y su palabra con relación a su familia,
más específicamente a las "personas mayores" (su tío, su padre, su
madre). En ese sentido el poema que abre el libro puede leerse como un arte poética: al poeta, de madrugada, se
le "prende la lamparita", y busca inútilmente papel y lápiz, antes
de que llegue el día y el poema se le esfume. Casi con vergüenza y a
escondidas busca papel y lápiz mientras los otros duermen, entonces el tío lo
sorprende: "qué hacés con eso ahí prendido/ dijo el tío en el pasillo
eh?/ sí, ya la apago/ y escribí en el baño/ con lápiz delineador/ lo que
tenía prendido." La poesía, como una luz, quema, urge escribir para
apagar esa luz, para evitar el escándalo familiar que esa luz provoca.
El poeta se afirma en su diferencia contra el orden familiar (en la casa
todos duermen y él "con eso prendido"), pero se afirma tímidamente
y a escondidas: escribe en el baño con lápiz delineador. Es la voz de un
poeta asediado por el orden familiar. Ese orden, representado por los padres
y las personas mayores, no sólo es represor, como el tío, sino que trae
consigo la muerte: "padre que meó una vez/ en un arbolito y dejó de
crecer el arbolito/ no dio más sombra."
Contra ese orden la palabra tímida y la unión de los subalternos, de los
niños (la hermana, las primas), que huyendo del chirlo, del cinto, de la
cacería del padre, se refugian en un mundo de sapitos y huevos. Quisieran
haber nacido de un huevo, vivir adentro de un huevo y volver al momento
anterior, a entrar de nuevo "por el / culo de una gallina". Sin
embargo están afuera, y en sus juegos y en sus pequeños movimientos instauran
otro orden también violento, lento y voraz como el de las hormigas cuando se
comen al abuelo.
[Índice] [Principio
del artículo]
De natatorio /
Martín Rodríguez
no estaba
lejos,
estaba en el taller del tío
de madrugada
mientras todos durmiendo en
un silencio de
máquinas apagadas o corte
de luz
un vacío ahí se me prendió
la lamparita
que se quema
en una noche
la lamparita
se concentra
como un huevo
atrae un gallo
hasta su resplandor
leve y yo
buscando un papel y un lápiz
antes que se me apague antes que despierte el gallo
entré a la casa mientras dormían
qué haces con eso prendido
dijo el tío en el pasillo eh?
sí ya lo apago
y escribí en el baño
con lápiz delineador
lo que tenía
prendido
*
padre que meó una vez
en un arbolito y dejó
de crecer el arbolito
no dio mas sombra
hasta los perros lo esquivan
no reconocen categoría de árbol
padre mío
clausurándolo. se encogió
dejó caer
todas las hojas
ni el agua lava
la mancha original
oh árbol engañado
*
adentro del huevo
algo se oye? Sí, entre la
clara tibia flota un chinito llorando
lo acercás a la luz se ven sus ojos
dos tajitos de yilé
tendría que enterrarlo, vio
el hongo nuclear y trepó
se metió por el
culo de una gallina, "soy
muy peque-
ño para morir..."
*
la señorita viene a la rastra
donde estoy meando
el arbolito te voy
a rebanar el pito
como lombriz por tierra
viboreando, me decía a los gritos
era la tarde y volvíamos del museo
los demás seguían su marcha a la escuela,
después la señorita aprovechó para
apartarme del camino al oído
me dijo: me harías eso a mí?
Sí, le dije
Y ahí la ví: era un árbol más...
Me quedé un rato
orinándola,
ella casi se dormía...
*
un respetuoso trabajo de hormigas:
cuando comemos carne
y cuando comemos pan comemos carne
pero al abuelo ni lo comemos tan voraces
[Índice]
[Principio
del artículo]
Sin
puerilidad azucarada /
Carlos Battilana
Blume / María Paz Levinson
Buenos Aires, Deldiego,
2001.
En el mejor poema de este
libro, "El interior", aparece una joven que a través de la
ventanilla del colectivo observa escenas privadas dentro de las casas y los
departamentos. Episodios familiares, individuos que miran la televisión,
cumpleaños que se festejan, sonrisas y ceremonias íntimas ("los espacios
cerrados/ como refugios/ la gente reunida alrededor de/ una mesa/ comiendo
/o/ mirando tv"). Sin embargo, como si se tratara de las secuencias de
una película muda, la audición desaparece, los ruidos y las voces se
excluyen, y lo que se privilegia es una mirada que acumula estímulos
externos. ¿Qué característica tiene esta mirada? El recorte que realiza, la
remite al pasado, y particularmente establece relaciones entre ese presente
vacilante y la niñez, de la que se recuerda una madre enseñando,
secretamente, a sus hijos a ser fuertes. Lo interesante de la poesía de María
Paz Levinson (Bariloche, 1978) es que, a diferencia de muchas poetas de su
generación, su perspectiva no resulta almibarada; tampoco se apela como
principio constructivo básico a la ironía. Cuando ésta aparece no es producto
de la jactancia, sino más bien de la decepción. Es por eso que Blume se desmarca de cierta puerilidad
azucarada pero nunca de la infancia. O mejor dicho, se apela a la sabiduría
que ella puede proveer y de la cual se extrae un orden que organiza la
mirada.
A través de un relato autobiográfico, vemos a la madre conduciendo un
automóvil levemente roto rumbo a la escuela, llevando a sus hijos en el frío
del invierno. La escena proporciona una imagen tenaz que queda como efecto de
lectura, una imagen que campea la soledad y sobre la que se basa cualquier
posible acción. En estos términos, la comunicación parece imposible o por lo
menos dificultosa, y casi se diría que es el tema del libro.
Blume se compone de cuatro
poemas largos. En ellos hay tres figuras centrales: el padre, al que se evoca
con terror y desencanto ("Lo único terrible es el padre"), la madre
a la que se recuerda en una actitud activa ("siempre temiendo que le
pase algo con el auto/ y que tenga que bajar a pedir ayuda con esa ropa/ pero
lo seguía haciendo") y el sujeto poético que vacila acerca de su futuro,
pero sin mayores estridencias, avanzando morosamente, casi en silencio, a
través de un bosque lleno de enigmas cuyo desciframiento parece estar
demasiado lejos.
El interior / María Paz Levinson
Voy en colectivo por
esta ciudad enorme
a la noche las
estrellas y
el viento no
frío
sobre la cara
la ventanilla
bien
abierta
veo a eso de las nueve de la noche
las casas y los departamentos
su interior
la decoración de cada uno
los veladores
los sillones
los espacios cerrados
como refugios
la gente reunida alrededor de
una mesa
comiendo
o
mirando tv
o
haciendo ambas cosas al mismo tiempo
atravieso
todas las
escenas al
pasar
con la velocidad que el chofer prefiere para
un domingo.
Mi mamá
solía llevarnos al colegio
cuando hacía mucho frío
en auto
era
tan temprano que
estaba todo oscuro
ella
elegía del
barrio
las calles más angostas de
tierra
nos mostraba al pasar
sus descubrimientos: diferentes
ventanas iluminadas donde
se veía a gente
desayunando
en silencio.
Cuando había una casa que le gustaba mucho
iba más despacio
admirando esa
geografía la
reunión temprana de
una familia que
con el paso de los minutos
se iba a desintegrar
unos al colegio
otros al trabajo.
Nosotros no acostumbrábamos
a desayunar así
(todos sentados a las siete de la mañana)
no
mi mamá nos daba un mate
una tostada
parados en la cocina
o sentados en la mesita medios dormidos
uno primero
otro después
por turno
esperando
la salida para
despertarnos en
un instante
por el impacto
del frío
nieve viento o lluvia
nos llevaba
en el renault cuatro
rojo
todo congelado las ramas del pino
que lo cubrían un poco de la helada
era nuestro garage
mi mamá
con las botas
el sombrero su
camisón y un
tapado largo
salía a llevarnos
siempre temiendo que le pase algo con el auto
y que se tenga que bajar a pedir ayuda con esa ropa
pero lo seguía haciendo
un día
me contó que
le pasó algo
y que tuvo que bajarse
con el camisón y el tapado
y que se bajó de un auto
un hombre a ayudarla
que tenía una campera
unas botas
y pantalón de pijama
Veo ahora el interior de una casa donde
alguien sirve té y hay muchas personas alrededor de
una mesa ovalada de madera oscura
se los ve conversando y riendo
hay padres con sus hijos
y adolescentes hablando en voz baja.
En el centro de la mesa una
torta de chocolate sin tocar, una
tarta de frambuesa y
otra de duraznos que está
a punto de ser
cortada.
[Índice] [Principio
del artículo]
Acerca de un sapo
en la historia
de las inversiones
inglesas en la Argentina / Sergio Raimondi
El mundo maravilloso
de Guillermo Enrique Hudson / Ezequiel Martínez Estrada
Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2001.
Ni siquiera una de la tesis
mayores de este libro, aquella de que buena parte de la "gran literatura
argentina" está escrita en inglés y según la cual los viajeros Darwin,
Andrews, Head, Haig o Mac Cann serían así nuestros primeros hombres de
letras, porque ellos --a diferencia de los propiamente argentinos-- habrían
dado cuenta con mayor amplitud y conocimiento de causa de la vida del país,
importa tanto como el hecho de que Estrada se permita mencionar al pasar la
relación de amistad que estableció con un sapo en su chacra de la provincia
de Buenos Aires, ya que si bien en el postulado de una literatura nacional en
inglés se puede aún hoy percibir la reacción enzimática que el gobierno de
Perón generaba en el autor --la primera edición de Hudson es de 1951--, la perspectiva de pensar en una
respuesta coyuntural y orgánica, que equiparara la escritura de este libro a
una generación de anticuerpos, hace poca justicia al cúmulo de problemas
perfectamente contemporáneos que se ponen en escena, y para indagar los
cuales conviene menos analizar los criterios postulados para definir una
literatura local que el modo en que se entiende la idea de una literatura
realista que incluye lo fantástico y es capaz de dar cuenta de ese sapo que
se arrima al umbral cada vez que hay música en la casa.
Estrada serpentea y no hay que confiarse. Si alaba una y otra vez que Hudson
sea capaz de darnos la experiencia de oir el canto de la alondra al margen de
una tendencia a la afirmación contundente, sin el menor asomo de erudición y
evitando formar un determinado sistema explícito, lo hace en una prosa
regulada por la aparición constante y funcional de sentencias, con
extensísimas citas de Carl G. Jung, Max Scheler, Hellen Keller, A. L. Kroeber
o Henri Bergson y desde una perspectiva esencialista, romántica en su orgullo
del individuo y en su teoría del genio (con el rosario psique salvaje -
psique del niño - psique del artista), animista ("el alma ha sido
desalojada hasta de los textos de psicología") y deudora de un humanismo
universal cuyo grado de monstruosidad sólo es equiparable a aquel que él
juzga le pertenece al Estado autoritario y fabril.
Escribe Estrada: "la vizcacha, la más habladora de las bestias".
¿Cómo habla una vizcacha? Así: "reóstato", "trebejos",
"similicadencias", "opoterapeuta", "poliedro de la
realidad", "pantomímica", "hilozoísmo",
"pampsiquismo", "anáglifos", "primieval",
"estesis", "levigarse", "esfego",
"indumento", "cinegética", "estagnación",
"pentaprothomo", "pleroma", "aciduladas
alusiones".
La sintaxis da el marco constante de antinomias al modo de las Vidas paralelas de Plutarco, aunque esos
personajes que encarnan virtudes y defectos en contraposición son aquí las
frases mismas, balanceadas en subordinadas y paralelismos que ofrecen ya
saber de las manos, ya saber de los libros; instinto por un lado y por otro
inteligencia; arte acá, allá ciencia; la verdadera --a diferencia de Keats--
belleza en un platillo y en otro su apariencia, la insípida y rígida verdad;
y --ay, más terriblemente aún-- la elección suprema: vivir o saber. Pero
cuando se deja de ver cada frase por separado o la gran y panorámica frase
del ensayo y se pasa a distinguir la relación de unas claúsulas con otras, se
advierte que esa sintaxis --un modo de ordenar el mundo-- elige menos
fanáticamente de lo que parece a primera vista, y que la alondra o el chajá,
como enseñó Hudson contra embalsamadores y taxidermistas, han de ser
estudiados en vuelo y en interacción con su ambiente, no en jaulas y
vitrinas, porque lo que cuenta es el ave en movimiento, no esta frase o
aquella: sí su dinámica; y no en pos de esa síntesis mayor a lo Uno que
querría Estrada sino a favor de saltos o migraciones que obliguen a repensar
lo dado.
Hudson es realista porque ve y sabe contar lo que ve. Pero ese sencillo
apotegma en Estrada supone un mundo de problemas y reflexiones que distan
largamente de la definición confortable de manual. En principio hay que
discriminar en la sentencia entre una facultad y un oficio. Ver, por un lado,
pone al escritor del lado de su historia de vida: Hudson escribe porque se
metió entre los pajonales, cabalgó o caminó bajo la lluvia, durmió al
descampado. Y no es sólo que Estrada conciba la experiencia en forma siempre
anterior a la escritura, sino que considera que la intensidad de esa
experiencia inicial nunca volverá a ser equiparada, ni siquiera en el momento
mismo del recupero del recuerdo y el trabajo con el lenguaje: este aparente
detalle le permitirá diferenciar las prácticas del "objetivo"
Hudson y el "subjetivo" Proust. El supuesto constante tras esta
idea es el de que el manejo técnico del oficio, aunque imprescindible, no
cuenta como determinante o, al menos, de que se trata de un nivel a partir
del cual nada fundamental podría explicitarse. Es un problema, y su
discriminación no puede ser ajena al peso de la noción de “genio”
–con todo lo que supone— en el autor, pero a esta altura esto es
menos cuestión estricta de Estrada que del lector, si bien aquel se esmera en
que su pormenorizada e inicial biografía no sea nunca exactamente lo que
habría de esperarse de ese tipo de narración.
En principio ver no es sólo ver: el realista no tiene ojos sino un cuerpo.
Hay entonces la preocupación constante por evitar la separación de los
diversos sentidos a fin de que se considere el cuerpo todo como órgano
activo. ¿O acaso el que ve el chajá elevarse hacia la tormenta no oye, al
mismo tiempo, su grito, y no, al mismo tiempo, olfatea la llegada cierta de
la lluvia en el viento, y al mismo tiempo no siente en sus brazos los golpes
de la agitación del pajonal? Y... no. Estrada ubica la separación y
disminución de nuestras facultades, cuya evidencia mayor es la primacía
intelectual del sentido de la vista en detrimento de los otros, en una
historia y la denuncia como ideológica. Nietzsche asoma en Estrada cuando se
advierte sobre la abismal diferencia que postulaba Hudson entre pensar frente
al escritorio, pensar cabalgando o pensar andando en bicicleta. Pero la
serpiente que se extiende a lo largo del terreno, hipersensiblizada al punto
de distinguir, en una suerte de contacto a distancia, el paso más leve a
cientos de metros ya no sale de atrás del estante del Ecce Homo: tiene que ver también, y
particularmente, con este lugar; acá.
Oído para comprender que la calandria de la Patagonia ejecuta sus variaciones
sin una partitura sobre el atril de una rama; tacto para discriminar entre la
textura de la arena, la tiza o la madera; olfato y gusto para establecer un
nexo con la memoria más lejana o, bueno, hallar buenos pastos ubicados a
kilómetros. La comprensión con todo el cuerpo es necesaria para obtener lo
máximo posible en la confrontación con lo que sea lo real; menos
imprecisamente y a modo de ejemplo: un gorrión. Aristófanes dijo que los
pájaros enseñaron al hombre a cantar. Estrada va con Hudson más lejos y
afirma que le enseñaron a pensar. Como si dijera: ¿es posible dar cuenta del
gorrión sin que nos pongamos en su lugar? Y además: ¿es posible ponerse en su
lugar sin que ese ejercicio implique necesariamente revisar las pautas de
conocimiento previas con las que arribamos ahí? "En primer término, en
las relaciones entre el hombre y el animal, siempre hay un handicap, un
desventajoso punto de partida para las 'irracionales criaturas de Dios',
porque el hombre pretende que ellas se adapten a su modo de ser y de pensar
sin que jamás se le ocurra lo contrario" (258). ¿Qué hago entonces con
la privilegiada vista ante un caballo que se detiene en plena oscuridad de la
noche y se niega una y otra y otra vez a avanzar? Nada hay ahí para ver,
porque la captación glandular del mundo que el caballo tiene en ese momento
está en el olfato... y a menos que sea yo quien trate de ejercitar esa
facultad para que la naturaleza deje de ser un mapa de objetos sólidos y se
constituya como una cartografía química y magnética...
Quien pregunte qué tiene esto que ver con la literatura no podrá entender por
qué Hudson se quejaba de que las flores no tuvieran aroma en los poemas de
Wordsworth. La voluntad de analizar los modos de acceder o codificar los
datos de la realidad repercute inevitablemente, por ejemplo, en una pregunta
por los límites de lo que sean arte y ciencia y por supuesto por los límites
más particulares de género: lo que hace Hudson es para el literato un tratado
de ornitología, y para el ornitólogo, ¡pura literatura! Esa indefinición es
política, porque supone por un lado una conciencia de la fragmentación
ideológica de los dominios de conocimiento y por otro la conciencia de
superarla. No dice Estrada que la literatura puede ser tan rigurosa como la
ciencia; dice que puede ser aún
más rigurosa, tanto en su
capacidad de ampliar los contextos al margen de los sistemas ya delimitados
de conocimiento (y a favor de saberes sin el sello de la institución), como
en el espesor con que concibe el lenguaje. "La poesía no es tanto una
necesidad expresiva de quien comprende la belleza, cuanto una necesidad de
ser exacto y fidedigno" (260). Pero para que la metáfora funcione como
instrumento de precisión la reflexión sobre la literatura debe ser más amplia
de lo habitual. Estrada lo hace, y no haría falta decir que no se trata de
acordar con él sino de verificar su capacidad para poner los problemas en
escena, como cuando, sentencia en mano, ejecuta "Contar bien es
comprender bien", donde lo que importa es menos su afán por instaurar un
criterio de valoración que su obsesión por resquebrajar el sistema autónomo
con el que se puede concebir la técnica y el oficio.
Hudson no nació, vivió y murió –según afirma Estrada-- como un roble.
Su prosa tampoco --al decir del pobre Conrad que se angustiaba dando vueltas
una y otra vez a sus propias frases y se rendía ante la fluidez de las de su
amigo-- "crece como la hierba", porque en todo caso habría que ver
qué hierba y en dónde, ¿no?, ya que afuera de una expresión banal y sublime
como esa a los pastos les cuesta en principio agua y sol crecer y no siempre
los tienen. Hudson está en una historia en disputa tanto como Estrada, y lo
que vale aún es que el segundo haya visto en la ausencia de las cuestiones
más propiamente políticas en los textos del primero no la ausencia misma de
la historia sino la ausencia de esa tradición que llamó fiscal, aquella de
próceres y mitos militares y unipersonales que, encaramada a las alturas de
la épica, diseñó la historia estatal confiscando y distrayendo tanto la facie
económica de la República ("uno de los ganglios infartados del sistema
de ocultación patriótica de la verdad", escribía brotado en Los invariantes históricos en el 'Facundo')
como los materiales más cotidianos de los que Hudson sí da cuenta: las
historias, no ya la Historia, de aquellos que no alcanzarían bajo ningún
punto de vista la estatura de un prócer, hábitos y costumbres de cada cual y
también, por supuesto, vida, gloria y muerte de caballos como el Moro, de
vizcachas, serpientes, gorriones y ovejas guachas que degluten la obra de,
pongamos, Mitre.
"¿No se falsificó la historia al amparo de no tener una literatura, y no
se expurgó la literatura porque no teníamos sentido de la verdad
histórica?", vocea también en Los
invariantes. La pregunta corrió, corre y correrá el riesgo de
perderse no sólo a a causa de su enormidad sino de la facilidad con que
construye en quien la pronuncia la figura de un Tiresias que dice lo que pasa
y ha de pasar y a quien nadie cree. Por eso la eficacia de este libro sobre
Hudson, en que esa indagación mayor e imposible logra concentrarse aquí y
allá en la neurosis de un gorrión o en la conversación de un batracio.
Postular la literatura de los "Viajeros Ingleses" y de Hudson como
lo genuinamente argentino es dramático en tanto y en cuanto se evite ubicar a
Haig, Mac Cann o al propio Hudson en la historia de los negocios británicos.
Pero tan dramático en todo caso como si no distinguiéramos en la prosa de
Alberdi o los poemas de Echeverría la mirada de aquellos, tramada a su vez
por las anotaciones de otros en una filigrana donde es posible vislumbrar que
la representación de la pampa argentina tiene demasiada relación con la
imagen que tuvo Humboldt de los llanos de Venezuela (ver Prieto, Adolfo, Los viajeros ingleses y la emergencia de la
literatura argentina, 1996). Si, como propone Estrada, Hudson se
embarca a Inglaterra porque entonces el país estaba dejando de ser aquel
paraíso del que escribiría con apasionada nostalgia ("¡El año 1874 es el
de la terminación de la presidencia de Sarmiento, que dejó escapar este
divino gorrión!"), hay que reconocer que un hipotético paraíso sólo
existe en relación a lo que hipotéticamente no lo sería --en este caso, la
ciudad de la revolución industrial--, y que la interdependencia entre una
visión y otra se da tanto a nivel de representación como de hechos materiales
y desiguales, por lo que hablar de "lo genuino", "lo auténtico"
o "lo puro" --como hace el Estrada esencial y jerárquico una y otra
vez-- es viciar la historia de al menos uno de los componentes.
Estrada quería que una metáfora funcionara en el texto como una escama. Y sin
duda ante el ejemplo de la abeja o el grillo, cuyos instrumentos
"musicales" forman parte de su propio organismo, le habrá
preocupado no haber nacido con una pluma entre los dedos. Puede ser útil
operar con y contra ese exceso, dimensionar desde otro lugar su idilio -en
este caso económicamente aséptico-- con la naturaleza (Hudson formaría parte
de ella), y llevar a la historia y al lenguaje su captación de las
complejidades que puede suponer la escritura de lo cotidiano y lo real, como
si pudiéramos ganar sutileza y no ya hablar vagamente de presión, calor,
humedad o frío sino de sus matices variadísimos de intensidad, o dar cuenta
de una historia imperial sin que nos resulte extemporánea, banal o lo que sea
--sino necesaria-- la presencia de un sapo milonguero o, sencillamente,
¿sencillamente?, de un sapo.
[Índice] [Principio
del artículo]
Mundo libresco
Epílogo
a la reedición de Arturo y yo
/ Edgardo Dobry
Arturo y yo / Arturo Carrera
Alción, Córdoba, 2002
I
Cuando Arturo Carrera declara, en las entrevistas, que la
mayoría de sus amigos son pintores, y que él aprende mucho de ellos acerca de
procedimientos y materiales, el lector, siempre ávido de pistas, podría
equivocarse acerca de la verdadera filiación de su poesía. En la clásica
división entre poetas del oído y poetas de la vista, entre auditivos y
visuales, musicales y pictóricos, toda la poesía de Carrera es un entramado
de voces: un "collage", sí, pero de voces. Voces de niños, de tías
sicilianas, de los padres, voces de la música de Debussy, de quien Carrera
tomó el título de uno de sus mejores libros, Children’s
Corner (de paso evocando cifradamente, creo, esa siesta del fauno
a la que Debussy convirtió en obertura: ese fauno que es Arturo en varios de
sus poemas, ese fauno viejo que se duele de la melodía del fauno niño en el
cuadro que sirve de portada a Arturo y yo).
Escrito con un nictógrafo se titula el primer libro de
Carrera, publicado en 1972. Título significativo: el nictógrafo es un invento
de Lewis Carroll para escribir en la oscuridad. Y no es sólo que Carroll es
una presencia constante en la poesía de Carrera, sino que a través del país
de Alicia llegamos a la Lógica del sentido
de Deleuze, que se abre con esta frase: "La obra de Lewis
Carroll tiene todo para satisfacer al lector actual (...). Y más allá del
placer actual algo diferente, un juego del sentido y el sinsetido, un
caoscosmos". Ese libro, que Deleuze define como "ensayo de novela
lógica y psicoanalítica", da un marco de legibilidad (sólo uno de los
marcos posibles, pero uno de los más
posibles) para la poesía de Carrera. No sólo en la medida en que la broma
deleuziana vale también para Carrera, en tanto desde la filosofía y desde la
poesía cada uno de ellos converge en la "novela" (en el sentido en que
un tratado de filosofía no pudiera ser una novela, de la misma forma en que
una serie de libros de poesía tampoco podría serla, y sin embargo lo es: la
novela psicoanalítica de Carrera, su propia recherche,
y en este sentido parece atinada la observación de Roberto Retamoso, quien
dijo a propósito de El vespertillo de las
parcas que hacía naufragar la distinción de Bajtín entre palabra
novelística y palabra poética), sino por ese modo de pensar y de escribir al
borde del vacío, esa filosofía y esa poesía del acontecimiento (nada que ver
con lo que últimamente se denomina "experiencia"; o, mejor dicho:
frente a la vacuidad de la "poesía de la experiencia", la
contundencia de la "poesía del acontecimiento"), esa producción de
sentidos parciales y descartables, de lógicas ad hoc ajenas al optimismo de las premisas universales: el
juego cuyas reglas no preexiste ni sobrevive a cada jugada, a cada
acontecimiento, a cada huella. Algo antipódico de la abstracción del
razonamiento, algo cercano a esa lógica de Valery cuando proclama: "lo
más profundo es la piel". O, para decirlo en un cruce de términos
pictóricos y teatrales, la representación posterior a la imposibilidad de
representar, la figuración incompleta, menos hermética que demasiado abierta,
la representación posterior a la clausura de la representación de Artaud,
otra referencia inevitable.
"Yo insisto mucho con el tema de la voz",
declaraba hace poco Carrera. Como el vespertillo del anteúltimo libro, ese
murciélago ciego que sólo puede volar gracias al desciframiento de su propio
grito rebotado en las cosas, el poeta deja que las voces reboten adentro de
su memoria para sacar un hilván de discurso, ese hilo que guíe el sentido
provisorio y sin embargo calcáreo de la identidad: Arturo y yo, el padre y el
hijo, la partera y el neonato, los emparejamientos sanguíneos y los
accidentales, la lógica loca del amor, las parejas de baile del poema.
Carrera dice siempre que cuando viaja no lleva cámara de fotos, sino
grabador. En su poesía la imagen visual se vuelve dinámica, narrativa. No en
el sentido de Manuel Puig, con quien se lo suele comparar un poco
superficialmente, por la recuperación de las hablas provincianas, de las tías
que bordan y charlan con la cabeza metida en los huevos jurásicos de aquellos
secadores de peluquería; a Carrera no le interesa la exaltación de lo
popular, el golpe de Estado de lo popular en el ámbito de la literatura
culta. El movimiento es más bien inverso: el poeta es un mitologizador de la
memoria popular, aquel que busca en el acontecimiento individual la
proyección de algo inherente a la historia, a la especie, a la nacionalidad.
Las huellas dejadas por unos niños hace siete mil años (unos niños
proto-argentinos, unos argentinitos avant
la lettre) se vuelven voces, se mezclan con el mito grecizante
(las parcas del título de su libro) y con las filastrocche de las tías sicilianas. Así como en el
neologismo vespertillo —en una operación más específicamente gongorina
que barroca— se mezcla el cultismo vespertilio
(que significa murciélago) con la idea de algo que acontece al atardecer, que
es la hora en que los murciélagos quieren salir: es decir que en su nombre el
murciélago busca (a ciegas, pero con gran perspicacia de oído) algo que habla
de su identidad, de su esencia. Por eso cuando Carrera dice que le interesa
"el problema de la filiación" encontramos una doble vía para esa
inquietud: la filiación de lo que llamamos "el acontecimiento",
como aquello que en su carácter efímero revela algo esencial, definitivo (y
aquí hay que hablar del lugar del niño, de la percepción del niño, del niño
deleuziano, el mismo de Carrera, para quien todo es reciente y efímero, las
palabras incluso, pero deja una huella definitiva, la huella por la que el
poeta desanda el camino del tiempo, hacia la madre muerta, hacia las mujeres
que hace siete mil años paseaban por la orilla de una laguna en Monte
Hermoso). Y la filiación nacional, la lengua en la que el castellano se
hibrida de dialecto, la abuela peronista que canta nanas en siciliano, la
lengua de los diminutivos, de los simulacros, de las "propiedades
portátiles" que, según Lewis Carroll citado por Carrera, marcan la
primera impresión de un niño sobre la vida.
En esa filiación nacional, El vespetillo... marca uno de los hitos de la literatura
argentina. La ilusión sarmientina del inmigrante cultivado se enfrentó a la
realidad de un inmigrante analfabeto que habla en dialecto, y que no es
depositario de la alta cultura europea sino de una regional tradición de
creencias y saberes populares. Ese inmigrante que asqueaba a Lugones y al
cual pretendía oponer la ficción de un castellano puro, no contaminado de
barbarismos itálicos; ese inmigrante despreciado, contra el que se erigió
toda una muralla china de esencialidades argentinas para mantener
indefinidamente la cuarentena de su peligrosísima impregnación dialectal
("la lengua es el espíritu de la patria", decía Lugones, por eso
había que evitar mancillarla de sicilianismos y otras malezas), aquellos
analfabetos recién llegados a la frontera del desierto (recuérdese que en Ema, la cautiva de Aira, Pringles está,
justamente, sobre la línea de frontera, en el límite de la
"filiación") tuvieron su descendencia, y ahora un nieto de aquellas
sicilianas busca en la memoria de las canzonette
y las filastrocche la verdadera
poesía argentina, la más elevada y pertinente que pueda hacerse.
En el inicio de la Lógica
del sentido, Deleuze anota: "La obra de Lewis Carroll tiene
de todo para satisfacer al lector actual: libros para niños, preferentemente
para niñas; espléndidas palabras insólitas, esotéricas; claves, códigos y
desciframientos; dibujos y fotos; un contenido psicoanalítico profundo, un
formalismo lógico y lingüístico ejemplar". Es probable que cuando
Deleuze escribió estas palabras no supiera que estaba escribiendo, también,
la mejor definición para su propia obra; es seguro que no sabía que estaba
definiendo, también, la de un poeta argentino cuyo nombre puede (debe)
reemplazarse por el de Lewis Carroll en la frase que acabamos de citar.
Deleuze profetiza en 1969 el advenimiento de la mejor poesía argentina del
último cuarto de siglo, la de Arturo Carrera.
II
En el gesto vanguardista de cuyo impulso nace, Arturo y yo persigue una perpetua
estrategia del desvío: de la identidad en el nombre, de la vida en el arte
(como en la cita de Suzuki que lo encabeza: "La vida es una pintura...
que debemos ejecutar de una vez y para siempre, sin vacilación, sin
intelección..."), de la representación en la palabra. Desvío de la poesía,
puesto que el vanguadismo de Carrera no es el de la eufonía épica, como en
Lorca o Neruda, sino el de los nudos que dibuja el envés del costumbrismo: un
Citroën amarillo que pastorea vacas en pleno campo, conducido por una Alicia
recién vuelta del otro lado del espejo. "Hartura" de Arturo niño,
en su libretita manchada de yerba mate por los chicos insidiosos; "sus
lolitas en flor también/ a la sombra en un despertar anaranjado del
verano", donde están Nabokov (y, a través de él, otra vez, Alicia) y
Proust, donde está Catulo en ese amanecer pampeano: la utopía americana de la
síncresis universal, del desvío perpetuo. La belleza del poema es el cociente
de ese titubeo, el demonio de la dicción respira en la palabra escrita, cada
vez que alguien abre el libro y lee.
Coro de murmullos, el poema es una textura de
modulaciones: en Carrera el estilo es (un cambio de) humor. La exaltación, la
tristeza; la perversa inocencia del cármina del campo argentino, donde un
pájaro "canta como un teléfono"; de la precisa sinestesia en la
naturaleza misma, "bajo el crujir del sol". Veinte años hace de
este Arturo y yo que se decía:
"Debería insistir". Y aún insiste —eso es un clásico—,
lozano siempre como la novia inviolada de la urna griega, como este balcón
sobre la pampa, donde el poema definitivo del desdoblamiento muestra su
trabajadísma sencillez, tan artificioso y natural como un espejo (con nudos
de tapiz en el envés).
Barcelona, 2002.
[Índice] [Principio
del artículo]
Traducciones
John Koethe / Laura
Wittner
5 poemas / 5 poems
Domingo a la tarde
Ideas como cristales y la lógica del violín:
otra vez las intrincadas evasiones se preparan
para avanzar sobre lo inarticulado. Y pronto
comienza la melodía matinal, las naranjas y el té,
la caminata introspectiva por el barrio,
el ruido ambiente, el grave lenguetazo de agua sobre piedras.
La paz que uno consigue lo encuentra a uno solo,
en recuerdos de libros, de partes de canciones,
o en los dulces encantos del modo pasivo:
dudar, cavilar, demorarse en la biblioteca y finalmente,
como de una silla verde y soleada, levantarse y partir.
Los mediodías parecen más oscuros, y los adolescentes
que siempre andaban por el estacionamiento ya no están.
Más agua en los ojos, más músicos desentonados en los subtes,
y desde la fuente de sentido un constante canturreo incidental.
Es una especie de
reconfiguración, y el ejercicio solitario
que busca reafirmar su nombre suena hueco. En el cielo, el sol
está más bajo,
y cuando uno se vuelve hacia lo que sentía el hogar,
las ventanas empiezan a llamear con una luz desamorada,
como si las alcobas que ocultan estuvieran vacías. ¿Es así
el paraíso? ¿La misma perspectiva desde otra habitación,
poblar un paisaje visto desde el balcón de alguien
en un instante suspendido – un avión plateado asciende silencioso
y la vida, al menos la que uno ha conocido, se va alejando?
Yo pensaba que la gente entendía estas cosas.
Padecen la intrusión gradual de un vasto,
impersonal sistema de intercambios en el más íntimo dominio
donde cada objeto se refería a otro, cantándose entre ellos
en una hermosa regresión de olvido. La naturaleza como idioma
fiel a sus términos, pero con una cara casi humana
que tomó los románticos, oscuros movimientos de deseo, amor y pérdida
y les dio cuerpo, y los puso a la vista;
reemplazados por emblemas de lo más sublime,
como el Paraíso de Cantor, o Edward Witten con la vista perdida
mientras las hojas caen y un perrito corre entre ellas en el parque.
¿Algo de eso era mío? ¿Fue alguna vez de alguien?
El tiempo vuelve las cosas más sólidas de lo que eran,
sin embargo, estas cosas imaginarias – delfines y campanas, la soleada
terraza
y las alas verdes y brillantes, el islote lejano sobre el lago –
nunca fueron barreras, sino simples condiciones de ser, una niebla
encantadora
que envuelve y como blanda sorpresa cede,
como si las cosas contra las que uno había empujado fueran cascotes de
espacio.
El aire de la tarde parece más dulce. La luna,
surgiendo de un laberinto de nubes en el cielo abierto,
arroja una luz tenue sobre los árboles. Infinitamente lejos,
uno casi cree oir – como si los dedos de un gigante solitario
dibujaran el puro y abstracto esquema de esas cuerdas
en un momento privado de deleite – las ambiguas ondulaciones
de las silentes sílabas, como un murmullo de abejas.
Sunday Evening: Ideas as
crystals and the logic of a violin: / The intricate evasions warming up again
/ For another raid on the inarticulate. And soon / The morning melody begins,
the oranges and the tea, / The introspective walk about the neighborhood, /
The ambient noise, the low lapping of water over stones. / The peace one
finds encounters one alone, / In the memories of books, or half-remembered
songs, / Or in the mild enchantments of the passive mood: / To hesitate, to
brood, to linger in the library and then, / As from some green and sunny
chair, arise and go. / The noons seem darker, and the adolescent / Boys who
used to hang around the parking lot are gone. / More water in the eyes, more
dissonant musicians in the subways, / And from the font of sense a constant,
incidental drone. / It is a
kind of reconfiguration, and the solitary exercise / That seeks to reaffirm
its name seems hollow. The sun is lower in the sky, / And as one turns
towards what had felt like home, / The windows start to flicker with a
loveless flame, / As though the chambers they concealed were empty. Is this /
How heaven feels? The same perspective from a different room, / Inhabiting a
prospect seen from someone else's balcony / In a suspended moment – as
a silver airplane silently ascends / And life, at least as one has known it,
slides away?
I thought that people understood this things. / They show the gradual
encroachment of a vast, / Impersonal system of exchanges on that innermost
domain / In which each object meant another one, all singing each to each /
In a beautiful regress of forgetting. Nature as a language / Faithful to its
terms, yet with an almost human face / That took the dark, romantic movements
of desire, love, and loss / And gave them flesh and brought them into view; /
Replaced by emblems of a rarefied sublime, / Like Cantor's Paradise, or
Edward Witten staring into space / As the leaves fell and a little dog raced
through them in the park. / Was any of that mine? Was it ever anyone's? /
Time makes things seem more solid than they were, / Yet these imaginary
things – the dolphins and the bells, the sunny terrace / And the
bright, green wings, the distant islet on the lake – / Were never
barriers, but conditions of mere being, an enchanting haze / That takes one
in and like a mild surprise gives way, / As though the things that one has
strained against were shards of space. / The evening air feels sweeter. The
moon, / Emerging from a maze of clouds into the open sky, / Casts a thin
light on the trees. Infinitely far away, / One almost seems to hear –
as though the fingers of a solitary giant / Traced the pure and abstract
schema of those strings / In a private moment of delight – the soundless
syllables' / Ambiguous undulations, like the murmur of bees.
Au train
Me gusta
la vista. Me gusta la clara,
inexorable luz que es a la vez eterna
y nueva año tras año.
Me gusta cómo el viento se aquieta
por la noche hasta que el lago queda inmóvil, y
cómo la niebla lo oculta en la mañana.
Me gusta sentir cuando llega la brisa y
luego ver el día emerger desde el
singular azul del cielo, con sonidos distantes
y sujetos que se agrandan a medida que se acercan a
mi mente, que se prepara para recibirlos.
Sé que la mayor parte de lo que hay queda
sin ver, sin sentirse o sujeta a la indiferencia
o el cambio; y sin embargo creo que quiero
ver las cosas de un modo que las muestre
irreales, finalmente como extensiones de mí mismo:
mirarlas como a aspectos de mis sensaciones,
reflejos de estos ánimos transitorios que
sé que van a disolverse, o sueños que los años
obliteran; y después hurgar en mi alma
y tratar de volver a convocarlas, hasta que
luzcan esencialmente igual – algunos botes, aquellos
árboles bordeando la otra orilla del lago,
la densa línea del horizonte – como refractadas por mis
propios recuerdos imaginarios. Las miro y
pienso en cómo habrán sido antes.
Pienso en todas las formas de felicidad, y en
cómo había fantaseado que llegaría a mí
en momentos menores de trascendencia cuando la
tierra adopta la cualidad del aire, su luz
transformada por esa mirada intensamente
introspectiva que encuentra su objeto en el cielo.
Pienso en cómo mi corazón empezaría a abrirse,
cómo unas nubes sobre un árbol podrían parecerme
cercanas como hojas, mientras que los sonidos comunes
– como pájaros, o coches a lo lejos – podrían casi sentirse
como si surgieran de muy adentro mío.
¿Dónde se fueron esas sensaciones? Tengo
un sentido más claro de lo que me rodea, pero ya
no está el brillo elemental, la mera ilusión de
salvación parece tan lejana, y día a día
la existencia es una carga, insulsa y llena de cuidados.
A veces creo percibirlo a la distancia,
ese ángel innecesario por cuya gracia
las piedras cantaban y mi corazón vagabundo respondía,
que transportaba mis ensueños a la tierra pero
allí los dejaba, confinados a lo que son,
aunque no exactamente. Y después me encuentro
reflexionando cosas, imaginando una ubicación
desde donde los años parezcan iguales, una
concepción de mí mismo y del mundo que
los coloque en perspectiva y termine
con sus conflictos. Creo que puedo haber
visto algunos fragmentos de verdad
ocultos en esas imaginarias sensaciones que
se presentaban en formas que no reconocía,
que me hablaban en términos de consuelo
y me prestaban algo más que palabras,
aunque menos que alas, y que eran simplemente
partes de lo que significa estar vivo.
Au train: like the view.
I like the clear, /
Uncompromising light that seems both / Ageless and renewed
year after year. / I like the
way the wind dies down at / Night until the lake grows still, and / How the fog
conceals it in the morning. / I like to feel the breeze come up and / Then to watch the
day emerging from the
/ Sky's peculiar blue, with distant sounds / And subjects
magnified as they approach / My mind, and it prepares to take them in. / I know that most
of what there is remains / Unseen, unfelt, or subject to indifference / Or change; and
yet somehow I find I want to / See things in a way that only
renders them / Unreal,
and finally as extensions of myself: / To look at them as aspects of my
feelings, / As
reflections of these transitory moods I / Know are going to fade, or dreams
the years / Obliterate;
and then to stare into my soul / And try to wish them back again,
until they / Look
essentially the same – some boats, those / Trees along the shore across the
lake, that / Dense
horizon line – as though refracted by my / Own imaginary memories. I look at
them and / Think of
how they must have looked before. / I think of all the forms of
happiness, and / How I'd
fantasized that it might come to me / In minor moments of transcendence
when the / Earth
takes on the quality of air, its light / Transformed by that intensely
introspective / Gaze that
finds its subject in the sky. I / Think of how my heart would start
to open, / How some
clouds above a tree could seems as / Close to me as leaves, while
ordinary sounds / –
Like birds, or distant cars – could almost / Feel as though they came from deep
within me. / Where did
all those feelings go? I have a / Clearer sense of my surroundings,
but their / Elemental
glow is gone, the mere delusion of / Deliverance seems so far away, and
day-to-day / Existence
is a burden, dull and full of care. / At times I think I sense it in the
distance, / That
unnecessary angel by whose grace the / Stones sang and my vagrant heart
responded, / That
conveyed my waking dreams to earth but / Left them there, confined to what
they are, / Yet more
than that. And then I find myself / Reflecting things, imagining a
vantage point / From which
the years will all seem equal, a / Conception of myself and of the
world that / Locates
them in retrospect and brings their / Conflict to an end. I think I
might have / Seen at
least some fragments of the truth / Concealed in those imaginary
feelings that / Appeared
to me in ways I didn't recognize, / That spoke to me in terms of
consolation / And that
lent me something more than words, / Yet less than wings, and that were
simply / Parts of
what it meant to be alive.
El lago de flores blancas
Era un
ideal limitado,
que hacía una virtud de su propia deficiencia:
oscuro, inerte, y silencioso en el núcleo,
y aun así rodeado de una delicada penumbra de ideas
y sensaciones chocándose entre ellas
en una vaga niebla de especulación.
Todo parecía tan libre y sin esfuerzo,
tan a salvo de cosas como el conocimiento
o la carga de la experiencia. Los años por venir
estaban aún sin formular, mientras que sus palabras
pasaban por mi mente como pequeños bips,
como un cielo azul con un friso de pájaros. Y
ahora parecen emblemas de otra era,
una era de aquiescencia y descubrimiento,
llena de interminables conversaciones,
interminables noches, y canciones como florecimientos
momentáneos que mudaban de forma en forma
en una ola misteriosa que me hacía feliz.
Yo pensé que sabía lo que significaban,
pero no. Los poemas de conocimiento
hablan con precisión y gravedad y gracia,
y proyectan una sombra común. Éstas eran adorables
de modo incidental, sin magnificencia.
Pero todavía pienso que algunas eran verdaderas.
The Lake of White Flowers: It was a
limited ideal, / That made a virtue of its own deficiency: / Dark, inert, and
silent at the core, / Yet surrounded by a delicate penumbra of ideas / And
sensations jostling one another / In a vague haze of speculation. / It all
seemed so effortless and free, / So unconstrained by anything like knowledge
/ Or the burden of experience. The years to come / Were still unformulated,
while their words / Passed like little blips across my mind, / Like a blue
sky with a frieze of birds. And / Now they seem like emblems of another age,
/ An age of acquiescence and discovery, / Filled with interminable
conversations, / Interminable nights, and songs like momentary / Blooms that
moved from shape to shape / In a mysterious wave that made me happy. / I
thought I knew what they meant, / But I didn't know. Poems of knowledge /
Speak with accuracy and gravity and grace, / And cast a common shadow. These
were lovely / In an incidental way, without magnificence. / But I still think
that some of them were true.
Amigos
Para David Schatz
Picnics en los bosques detrás del Instituto;
tardes en el jardín de Madoo, o en la granja de Spring Green;
el loft de Prince Street; cuatro departamentos en Chelsea
y Cambridge, y la casa en Sarasota –
Eso hacía que el mundo pareciera viable y pequeño,
como si la forma que tomara, y lo que el futuro nos guardara
pudiera componerse de lo que el pasado ya sabía,
y contenerse entre las tapas de una libreta de direcciones.
Ya no es una premisa, o esa cosa
central
por la que E. M. Forster deseó poder traicionar a su país.
Ya no es – para usar esa palabra horrible – un "valor".
Pero la gente vive en la mente de los otros,
en compañía de los otros en la cena, en los anuales,
nocturnos llamados de año nuevo. Temerosos de estar solos,
solos al final; recogiendo los restos de aquellas singulares
ocasiones
como una capa o un chal, arrastrando la manga destejida
contra un universo de desinterés –
¿Así deriva la amistad? ¿Hacia esto
llevan los afectos?
La noche cae tras una pantalla de sauces
y sobre los altos prados, donde moran sus añorantes imágenes,
furtivamente apareciendo, por un momento iluminándose
a través del brillo aterrador que rodea el angosto pasillo de la vista,
mientras los años se angostan en un alargado pasillo de
ausencia, y en la oscuridad de su ausencia.
Friends
for David Schatz:
Picnics in the woods behind the Institute; / Evenings in the garden at Madoo,
or the farm in Spring Green; / The loft on Prince Street; four apartments in
Chelsea / And Cambridge, and the house in Sarasota – //
These used to make the world seem feasible and small, / As though the shape
it took, and what the future would hold, / Could be composed of what the past
already knew, / And contained within the covers of an address books. //
It isn't still a premise, or that central thing / That E.M. Forster once
hoped he might betray his country for./ It isn't – to use that awful
word – a "value" anymore. / Yet people live in one another's
minds, //
In one another's company at dinner, in the annual, / Late-night calls on New
Year's Eve. Scared of being alone, / Alone at the end; gathering the remnants
of those singular occasions / Like a cloak or a shawl, drawing its raveled
sleeve //
Against a universe oblivious to care – / Is this how friendship tends? Where affection leads? / Night
falls behind a screen of willow trees / And on the upland pasture, where their
wistful images abide, //
Sidling into view, brightening for a moment / Through the terrifying sheen
around the narrow corridor of sight, / As the years narrow into a lengthening
corridor of / Absence, and the darkness of their absence.
Un paisaje patético
El propósito permanece invariable: cambiar una
pretensión de descripción por una de sentimiento,
y traducir la superficie del mundo exterior
a un idioma que se hable en la mente, y con
el ojo interior estudiar los aspectos congelados de un
páramo iluminado por un sol frío, imaginario.
De algún modo, estos artefactos, que en sí mismos
no son casi nada, colectivamente definen un
discurso del individuo, vibrando con una
retórica solipsista sostenida por una sucesión de
efectos diminutos y espectaculares, hasta superficialmente
vivos; y al final incompletos, sus términos confinados
a este dialecto austero, coloquial. Pero de todos modos,
¿qué es un idioma claro? ¿Es uno que pensamos,
u oímos, o uno que imaginamos? ¿Puede incorporar
tanto lo inmaterial como lo particular, y las maneras
en que se mueven las ideas, y el resabio de una convicción
una vez que su fuerza se diluye? Ya no lo creo,
pero lo oigo suspirar en el viento, y lo percibo en el
movimiento de las hojas junto a mi ventana cuando la estación
se ahonda en el hielo y el silencio. Habla muy lento,
mientras las emociones que una vez hizo vivir parecen
disipadas, la sangre circula más
fría por las venas,
este cuarto que habito es más chico cada día
y cada vez que oigo ese tono de voz que
tanto significaba para mí, y que no
regresará, hasta el viento se
vuelve amargo
y las nubes atraviesan furiosamente el sol.
A Pathetic Landscape: The
purpose remains constant: to change a / Pretense of description into one of
feeling, / And to translate the face of the external world / Into a language
spoken in the mind, and with //
The inward eye survey the frozen aspects of a / Wilderness illuminated by a
cold, imaginary sun. / Somehow these artifacts, which come to next to /
Nothing on their own, collectively define a //
Discourse of the individual, vibrating with a / Solipsistic rhetoric
sustained by a succession of / Minute, spectacular effects, and even
superficially / Alive; yet finally incomplete, its terms confined //
To this austere, conversational vernacular. What / Is plain laguage anyway?
Is it the one you think, / Or hear, or one that you imagine? Can it
incorporate / The numinous as well as the particular, and the ways //
Ideas move, and the aftertaste that a conviction leaves / Once its strength
has faded? I don't believe it anymore, / But I can hear it sighing in the
wind, and feel it in the / Movement of the leaves outside my window as the
season //
Deepens into ice and silence. It speaks too slowly, / While the sentiments it
once could bring to life feel / Dissipated now, the blood runs colder in the
veins, / This room in which I live seems smaller every day //
And every time I hear those tones of voice that / Used to mean the world to
me, and which will not / Come back to me again, even the wind turns bitter /
And the clouds stream furiously across the sun.
John Koethe: persuasivas canciones de
soledad / Mark Dow
Like a book at evening beautiful but untrue,
Like a book on rising beautiful and true.
Wallace Stevens, The Auroras of Autumn
VIII
Hagan esta
prueba: lean la primera línea u oración de cada uno de los poemas de John
Koethe que aparecen más arriba. ¿Qué encontraron? Objetos, o más bien
recuerdos de objetos; ideas e ideales; limitaciones e invariabilidad;
claridad absoluta y lógica musical. Éstos son los principios básicos de
Koethe, siempre encapsulados, condensados con intención y equilibrio en unas
pocas palabras. Y aquí el término "cápsula" no aparece por
casualidad. En su extenso poema The
Constructor, Koethe escribe sobre el viejo "hechizo"
poético cuyas "ideas ahora son cápsulas" (o cáscara). Muchos
prisioneros se convierten en pensadores y escapan así de sus sentencias;
muchos pensadores se convierten en prisioneros porque no pueden escapar de
sus sentencias – por más sutilmente formuladas que estén –,
cuando lo que parecía la salida se revela como otro pasadizo en el laberinto.
"Solía haber una vaga idea de Dios / acechando bajo la superficie de
nuestras vidas, pero ahora hay sólo palabras", escribe Koethe en un
poema no incluído en esta selección (The
Narrow Way, en The Late
Wisconsin Spring).
"Sólo palabras", sí – un gesto simultáneo de resignación y,
si no precisamente esperanza, al menos una insistente y quedamente apasionada
indagación. Pocos poetas logran lo que Koethe logra en estos versos. Es claro
como el día, aun cuando pesa cada palabra, frase, significado e implicación
como un prisionero podría memorizar cada detalle de su celda: no a través de
un esfuerzo especial, sino porque la mira todo el día y quiere contarle a
alguien cómo es estar allí dentro. Este poeta, también profesor de filosofía
y especialista en Wittgenstein, parece menos interesado en cavar un túnel de
escape que en habitar este espacio, en descubrir qué libertad puede llegar a
haber más adentro, "viviendo en una fábula / de su propia
construcción" (The Constructor)
– otra vez, las palabras nos liberan y nos confinan: "El espacio
se aleja, pero deja una irritante / sensación de encierro..." (Falling Water).
Yo creo que Koethe cree que esto es algo que nos atañe a todos. Entonces
cuestiona el legado de nuestra tradición poética aun cuando él mismo lo esté
utilizando. En The Lake of White Flowers
(El lago de flores blancas),
escribe desde la sombra de la tradición con una gran ambivalencia. Las flores
blancas son poemas que lo hicieron feliz, pero en los que ahora no puede
confiar, aunque tampoco puede desecharlos. "Eran adorables de manera
incidental, sin magnificencia. / Pero todavía pienso que algunas eran
verdaderas".
Éstos son poemas de una profunda soledad, donde la inteligencia encuentra
alivio y ocasional esperanza en su propia iluminación de los rincones
oscuros. Es una poesía tan elaborada, y al mismo tiempo tan franca, que a
menudo resulta inquietante, y a veces ni siquiera parece poesía. En una de
sus conferencias de Harvard, Borges dijo que Martin Buber era uno de sus
poetas favoritos, y alguien le informó que Buber no era poeta sino filósofo.
Pero Borges, aun con la carga de su sabiduría, tiene un andar ligero. Koethe,
aun con la luz que irradia, tiene una visión oscura. Sin embargo, su luz y el
ligero contacto de su precisión son, de alguna manera, un consuelo
temporario. "Quédate un rato conmigo por ternura", escribe, aun
cuando rechaza cualquier ilusión de escape y canta "la canción de
cuna... que iba a detenernos / el resto de nuestras vidas..." (A Refrain, en The Late Wisconsin Spring).
Junio
de 2002
(Traducción de Laura Wittner)
John Koethe nació en San Diego, California, en
1945. Es poeta y profesor de filosofía en la Universidad de
Wisconsin-Milwaukee. De estos cinco poemas, Amigos
y Un paisaje patético
pertenecen a su libro Falling Water
(Nueva York, Harper Collins, 1997), y Domingo
a la tarde, Au train
y El lago de flores blancas a The Constructor (Nueva York, Harper
Collins, 1999).
Mark Dow nació en Texas en 1961
y actualmente vive en Brooklyn. Es poeta, profesor de literatura, colaborador
de varias publicaciones periodísticas y co-editor de un libro de artículos
sobre la pena de muerte en Estados Unidos.
Laura Wittner nació en Buenos
Aires en 1967. Es poeta. Ha publicado
Pintado sobre una jaula (Grupo Editor Latinoamericano, 1985), El pasillo del tren (Trompa de Falopo,
1996), Los cosacos (Del Diego,
1998) y Las últimas mudanzas
(Vox, 2001). Ha traducido, entre otros, a Kenneth Rexroth, James Schuyler y
Charles Tomlinson.
[Índice] [Principio
del artículo]
Obra en construcción
Anticipo de la novela Ex / Alan Pauls
Trece
Fue el período más feliz y exaltado de su vida. Se sentaba a trabajar a las
dos de la tarde, después de un desayuno tardío, desnudo, en un estado de
excitación ya inconcebible. Los libros, las teclas de la máquina de escribir,
los papeles en los que anotaba variantes a medida que traducía, el escritorio
mismo, con su madera mórbida y sus irregularidades —todo le parecía
incandescente y voluptuoso, como hecho de carne, secretamente recorrido por
millones de filamentos nerviosos. Sentarse ya era un delicioso ritual masoquista:
las nalgas marcadas por los listones de madera del asiento, los filos
verticales del respaldo mordiéndole los riñones... Rímini se sentía en el
epicentro de un cataclismo sexual. Abría el primer cajón del escritorio,
rescataba el papel de cocaína del tarjetero donde lo escondía y liberaba el
retrato de Sofía de su cautiverio en la biblioteca. Sentía el primer
hormigueo cuando, después de desplegar el papel plateado, acumulaba un poco
de droga en una esquina y la volcaba, ayudándose con golpecitos suaves, sobre
la superficie de vidrio. Después, mientras armaba las primeras líneas, el
hormigueo se convertía en un tirón y el tirón, gradualmente, en una erección
portentosa. Con la punta de la verga podía tocar la parte de abajo del cajón
central del escritorio. Tomaba la primera línea, siempre la más larga de
todas, y una especie de émbolo brutal, activado por la droga, limpiaba su
cabeza de todo lo que la había poblado desde la última toma, al anochecer del
día anterior. Esa suerte de abolición selectiva del pasado fue uno de los
primeros efectos que lo impresionaron. Al revés de la marihuana, que, por la
naturaleza digresiva de su influencia, induce siempre a la distracción, a
pensar en otra cosa, la cocaína
era autorreferencial: eliminaba literalmente todo lo que no era ella. Más que
el papel, con su lujo de plata y sus pliegues, y que el polvo, la droga, en
el caso de la cocaína, era la toma misma.
Más de una vez, a lo largo de una fase de reclusión casi completa que duró
seis meses, Rímini hubiera dado cualquier
cosa por ella —no por conseguir la mejor droga, la más pura
y cara, sino por gozar de la toma más larga, una toma cuya duración
absorbiera la existencia misma del mundo. De ahí que la primera raya del día
fuera crucial: editaba ese
punto particular del presente con el último punto análogo registrado en el
pasado, la frase que Rímini tenía ahora ante los ojos, intacta, velada por la
piel de su lengua original, con la última frase que había traducido la noche
anterior, la que, después de oír el sonido del portero eléctrico, había
puesto fin a su jornada de trabajo. Entonces, a medida que empezaba a
traducir, que su lengua materna iba percibiendo y reconociendo los olores de
la otra lengua, punto de partida de una persecución y, enseguida, de una cacería
que día tras día Rímini emprendía ciegamente, empujado por una fuerza
desconocida, y de la que al final de cada jornada salía completamente
alienado, exhausto, sólo con fuerzas para prometerse lo que se prometía
siempre y no cumplía nunca, que nunca más volvería a aceptar esa forma
despiadada de la esclavitud que es traducir —la erección cedía, el
hormigueo alrededor del ano y la bolsa de huevos raleaba, y un desgano
indolente, al principio extremadamente agradable, reemplazaba la crispación sexual
del comienzo, cubriendo toda la zona con un suave y helado rocío. Traducía y
tomaba, traducía y tomaba. Sólo cambiaba de postura para ir al baño a mear,
lo que hacía siempre con impaciencia, sacudiéndose repetidamente la verga y
dilatando el esfínter para acelerar el proceso, a menudo, incluso, dando por
terminada la micción antes de tiempo, lo que explicaba el reguero de gotas en
el piso de madera, señal del regreso prematuro al trabajo o, también, del
viaje a la cocina, adonde iba a renovar las botellas de agua mineral que
consumía sin pausa, una tras otra, directamente del pico —la presencia
de un vaso lo habría sacado de quicio por completo—, en tragos que a
veces se llevaban un cuarto de la botella —y todo eso en un estado de
exasperación límite. En ocasiones se incorporaba y volvía a desplomarse en la
silla, incapaz de tenerse en pie, como un peso muerto. Se le dormían las
piernas, cosa de la que Rímini recién se daba cuenta cuando se acordaba de
usarlas, pero también las nalgas y los genitales, y cuando se dejaba caer en
la silla, inerte aunque ya ofuscado por el tiempo que tendría que esperar
antes de que sus miembros reaccionaran y él retomara el control sobre ellos,
tiempo completamente muerto, como lo consideraba él, lo que en su estado era
lo peor, lo peor sin discusión alguna, creía comprender, al menos por un
momento, lo que debían sentir, o más bien no sentir, los inválidos a los que
de chico, saliendo del colegio, veía a través del alambrado patrullando en
sus sillas de ruedas las canchas de básquet del Instituto del Lisiado
—no dolor, no atrofia, ni siquiera extrañeza: la nada total. Pero ese
adormecimiento de la carne, fruto de la inmovilidad y el olvido en que la
hundía el estado ensimismado de Rímini, mal que mal siempre terminaba pasando,
y al cabo de unos minutos que intentaba abreviar con pellizcos, pinchándose
con puntas de biromes o, en los casos más extremos, azotándose con una larga
regla de acrílico, probablemente el único recuerdo que conservaba del colegio
secundario, Rímini entraba otra vez en posesión de su propio cuerpo. Había
otra somnolencia, menos drástica, sin duda, aunque también más inquietante,
que duraba más y que, igual de sigilosa que aquella, porque aquella, más
ostensible, a menudo la eclipsaba y porque Rímini tampoco la percibía,
enfrascado como estaba en la traducción, era sin embargo mucho más profunda y
parecía actuar en un plano orgánico central. Más que somnolencia, en
realidad, era un sopor —extraña duermevela en la que entra un miembro
cuando recibe una dosis suave de anestesia: el miembro no ha desaparecido de
la percepción, sigue siendo sensible a los estímulos externos, pero ¿quién
podría asegurar que, puesto frente a la necesidad de actuar, moverse, dar
respuesta, será capaz de cumplir de manera satisfactoria? Esos efectos no
eran nuevos; Rímini ya los había experimentado las primeras veces, cuando,
después de aspirar una raya, copiando deliberadamente la operación que muchos
años atrás le había visto hacer a un ex jefe, publicista a los efectos de la
supervivencia pero escritor y editor de escritores huérfanos, como le gustaba
definirse, y sobre todo alguien que quedaría en la memoria de Rímini como el
primero, el primero no sólo en
tomar cocaína en su presencia sino también en usar zapatos náuticos y
escribir con el modelo retro de las estilográficas Montblanc, tres hábitos en
los que, dada la época, mil novecientos setenta y siete, tal vez setenta y
ocho, en todo caso principios de la dictadura militar, era sin duda un
pionero, recogía en la yema de un dedo los sobrantes de droga y, frotándose
con ellos las encías, se entumecía la boca en cuestión de segundos, al
extremo de que si la droga, por un desliz, había entrado en contacto también
con los labios, Rímini ya no era capaz de beber de la botella sin derramarse
el agua encima, de modo que debía contentarse, como alguna clase de enfermo,
con los sorbos minúsculos que cabían en una cucharita de té. Hubiera aceptado
esas consecuencias ingratas como fruto de un suplicio odontológico, no de su
libre decisión de estimularse, de modo que no tardó en abandonar la práctica.
Gracias a ella, sin embargo, Rímini había podido formarse una idea bastante
concreta de la acción propiamente química que la droga ejercía sobre su
cuerpo, y también de su carácter paradójico: por un lado hiperactividad,
reservas inagotables de energía, máxima concentración, voluntad de extenuar
las posibilidades del presente; por otro anestesia, quita, desafección,
supresión de sensibilidad. Y, familiarizado con esa clase de efecto, que al
circunscribirse a las encías adquiría una nitidez formidable, descubrirlo en
otra región de su cuerpo, ejercido a distancia, sin que mediara una
aplicación directa, no fue algo que lo tomara de sorpresa. Traducía y tomaba,
traducía y tomaba. La carne, los huesos, la sangre —todo eso parecía
formar parte de una dimensión antigua y superada, donde la complejidad
todavía era un valor y la diversidad la ley encomiable de las cosas. Con la
droga, todo se había vuelto liso, homogéneo, uniforme: sólo era cuestión de abandonarse
a esa especie de furor que iba consumiendo frases, páginas, horas. Y sin
embargo, el cuerpo volvía —o del cuerpo, más bien, volvía lo peor: la
evidencia de que había desaparecido. Todo iba bien mientras Rímini quemaba
palabras, mientras avanzaba sobre la traducción con fluidez, como un bólido
de noche en una carretera desierta. Pero en algún momento algo lo obligaba a
frenar, una irregularidad, un accidente, algo que la primera lectura de
Rímini, ese rastrillaje general pero atento con el que prologaba el momento
de la traducción propiamente dicho, no había detectado, y, obligado a
resolverlo, no ya por el desafío mismo de disipar la dificultad, menos por el
de borrarla en el pasaje a la otra lengua sin que deje huellas, sino sólo por
la urgencia de reanudar la marcha, seguir adelante lo más rápido posible, por
la lógica misma del accidente, que interrumpe la continuidad de las cosas y
trabaja, por lo tanto, insertando tiempo en el tiempo, Rímini recordaba de
golpe que había algo llamado cuerpo, un territorio propio, en efecto, pero
como abandonado, del que el frenesí de la traducción llevaba horas
distrayéndolo. Así, mientras consultaba diccionarios, manuales de uso,
breviarios de dificultades y versiones anteriores, mientras alteraba,
invertía y flexionaba de mil maneras la frase que le oponía resistencia, con
la misma energía avasalladora con que un minuto atrás devoraba la frase
siguiente, sólo que frenada, quieta, forzada de algún modo a funcionar en el
vacío de un mismo punto, Rímini, confuso, como si despertara de un colapso,
iba recuperando gradualmente la conciencia de sus pies, sus tobillos, sus
rodillas. Y tan pronto como los recuperaba descubría, en un breve flash de
estupor, que no le servían, que estaban como vaciados. En un rapto de
espanto, como el que se toca el bolsillo que una mano veloz acaba de saquear,
Rímini se llevaba una mano a la verga y se la palpaba para cerciorarse de que
seguía ahí, entre sus piernas, y se preguntaba si era así como debía sentir la pija, así de
chica y de blanda. Se la rozaba con los dedos, tironeaba suavemente del
prepucio, la alzaba y la dejaba caer sobre la madera de la silla. Sí, sentía
todo, pero lo sentía lejos,
superficialmente, como se siente una lengua extranjera cuando se la desconoce
por completo: el dibujo del sonido sí, nítido, pero del plan que lo rige, ni
rastros —como alguna vez, acostado boca abajo en una camilla forrada de
cuerina negra, después de recibir una dosis de anestesia, había sentido la
punta y el filo de uno o varios instrumentos quirúrgicos tironeando del
quiste que le había crecido en la base de la nuca. Entonces, de pronto,
recordaba que Vera pasaría a verlo esa noche y echaba un vistazo al reloj.
Nunca era tarde, pero tampoco era temprano. Faltaban tres, cuatro horas para
que llegara —hacía dos o tres que traducía y tomaba. Estaba en el medio y pensaba si la droga no le
habría vaciado la verga. A las cuatro de la tarde empezaba a masturbarse
—máximo cuatro y media. Iba al baño y, de pie ante el inodoro, posición
que elegía por comodidad, para no tener que ocuparse luego de limpiar el
semen, y también por el parentesco que reconocía entre el semen y otras
excrecencias humanas, se apoyaba contra la pared, forcejeaba con la pija, con
ese pescado inerte que hubiera dado todo por poder llamar pija, y después de
un rato, desalentado, volvía al escritorio, miraba otra vez el reloj, y
rastreaba en la biblioteca una edición de bolsillo de Las once mil vergas, uno de los pocos souvenirs que conservaba precisamente de
su paso por la agencia de publicidad, donde, además de trabajar en campañas
que nunca veían la luz pública, redactar guiones jamás filmados y crear, a
instancias del director, productos imaginarios para necesidades imaginarias,
había empezado a traducir algunos clásicos de literatura pornográfica, Las once mil vergas entre otros, para
una colección que el pionero en el uso de zapatos náuticos pretendía vender
en kioscos, de a tres, envueltos en sachets. Volvía al baño. Hojeaba el
libro, que conocía bien, buscando a toda velocidad los pasajes cuya densidad
sexual no estuviera del todo neutralizada por la comicidad general del tono,
y recién reanudaba las fricciones cuando se establecía en una página, de la
que sólo se retiraba al eyacular, mucho tiempo después, a veces hasta diez o
quince minutos. Muy pronto, la frase que inaugura la secuencia de la orgía
que el vicecónsul de Serbia celebra en el primer piso de la sede diplomática,
en la que el protagonista se inmiscuye sin haber sido invitado, Llegado ante la puerta del viceconsulado de Serbia,
Mony meó largamente contra la fachada y luego tocó el timbre
—muy pronto fue para Rímini el salvoconducto que le franqueba el acceso
a una escena irresistible y le aseguraba, en un plazo sensato, la
resurrección plena de su verga y su deseo sexual. Limpiaba entonces la tapa
del inodoro con dos o tres hojas superpuestas de papel higiénico, cuidando de
no pasar por alto la menor salpicadura, y volvía aliviado y se sentaba al
escritorio, acomodándose la verga, que ya empezaba a distenderse, para ratificar
que aun después de la eyaculación seguía despierta. Se inclinaba sobre el
libro, localizaba el nudo que lo había forzado a detenerse, señalado en el
texto con la misma regla de acrílico que usaba para despabilarse las piernas
cuando se le dormían, y después de resolverlo, lo que lograba con una
facilidad milagrosa, como si alguien, mientras él regaba con su esperma la
loza blanca, hubiera aprovechado su ausencia para simplificar el problema,
Rímini, a modo de recompensa o, quizá, para estrenar con brío la nueva fase
del día que había inaugurado la eyaculación, tomaba dos rayas seguidas,
largas, la primera con la fosa derecha, la segunda con la izquierda, y se
abalanzaba sobre la máquina de escribir. Traducía sin parar, prácticamente
sin moverse, durante una hora y media; sólo se tomaba un respiro para
abastecer sus fosas nasales con toques rápidos que se daba al pasar, sin
siquiera interrumpir el trabajo. Hubiera podido pasarse así años, siglos. En
un sentido, cuando lo pensaba, la cocaína, en ese contexto, le parecía una
redundancia. La droga, la verdadera droga, era traducir: la verdadera
sujeción, el anhelo, la promesa. Tal vez todo lo que Rímini sabía de la
droga, ni mucho ni poco, pero completamente desproporcionado, sin duda,
respecto de su condición de recién llegado, lo había aprendido sin darse
cuenta traduciendo. Tal vez traducir había sido su escuela de droga. Porque
ya antes, mucho antes de tomar cocaína por primera vez, en la adolescencia,
cuando Rímini, los domingos soleados de primavera, mientras sus amigos
ganaban las plazas, uniformados con los colores de sus equipos de fútbol
favoritos, bajaba las persianas de su habitación, sintonizaba la radio en la
estación que trasmitía el partido más importante de la jornada y a oscuras,
apenas iluminado por una lámpara de escritorio, en salto de cama, como un
tuberculoso, literalmente arrasaba libros con su voracidad de traductor, los
liquidaba pero al mismo tiempo se sometía a ellos, como si algo encerrado
entre los pliegues de esas líneas lo llamara, lo obligara a comparecer ante
ellas, a arrancarlas de una lengua y llevarlas hacia otra, ya entonces Rímini
había descubierto hasta qué punto traducir no era una tarea libre, elegida
sin apremios, en estado de discernimiento, sino una compulsión, la respuesta
fatal a una orden, un mandato, una súplica alojadas en el corazón de un libro
escrito en otra lengua. El simple hecho de que algo estuviera escrito en otra
lengua, una lengua que él conocía pero no su lengua materna, bastaba para
despertar en él la idea, completamente automática, por otra parte, de que ese
libro, artículo, relato o poema estaba en
deuda, debía algo inmenso, imposible de calcular y por lo tanto,
naturalmente, de pagar, y que él, Rímini, el traductor, era quien tenía que
hacerse cargo de la deuda traduciendo.
Así, traducía para pagar, para liberar al deudor de las cadenas de su deuda,
para emanciparlo, y por eso la tarea de traducir implicaba para el traductor
el esfuerzo físico, el sacrificio, la subordinación y la imposibilidad de
renuncia de un trabajo forzado. Le preguntaban, sobre todo los amigos de sus
padres, si era difícil traducir. Rímini, desalentado, contestaba que no, pero
pensaba qué importancia podía tener si era difícil o no. Le preguntaban cómo
se hacía para traducir, y Rímini decía que no, que no, que traducir no era
algo que se hacía sino algo que no se podía dejar de hacer. Ya entonces, a
los trece, catorce años, con su experiencia de aprendiz, corta pero de una
intensidad sorprendente, había enfrentado la evidencia que tarde o temprano
enfrenta todo traductor: se está traduciendo todo el tiempo, las veinticuatro
horas del día, sin cesar, y todo lo demás, lo que en general se llama vida,
no es más que la módica serie de treguas y vacaciones que sólo el traductor
con voluntad de hierro logra arrancarle a ese aparato de sojuzgamiento
continuo que es la traducción. En un fin de semana, desde las diez u once de
la noche del viernes, cuando empezaba, hasta la madrugada del lunes, dos o
tres horas antes de vestirse, completamente atontado por el sueño, para ir al
colegio, cuando ordenaba los libros, diccionarios y cuadernos y borraba toda
huella de la fiebre que lo había consumido, Rímini era capaz de traducir un
libro completo y llegar no a una versión provisoria, hecha al correr de la
pluma y postergando las cuestiones de detalle para una revisión ulterior,
sino definitiva, con todas las notas, correcciones y ajustes necesarios para
su eventual publicación. Prácticamente no levantaba la cabeza del libro. Ya
entonces, cuando la cocaína no era para él nada, cualquier interrupción, un
llamado telefónico, el portero eléctrico, la necesidad incluso de comer o
mear, cualquier presencia humana, su madre o el marido de su madre,
presencias de todos modos raras, ya que, instigados por Rímini, pasaban la
mayoría de los fines de semana en una casa de campo alquilada, la menor
interferencia del mundo exterior bastaba para sacarlo de quicio. Oía el
teléfono y aullaba desde la habitación. Pateaba muebles, arrojaba objetos al
piso cuando en la cocina sonaba el portero eléctrico. Así, veinte años más
tarde, la cocaína no había agregado nada, apenas formalizado, puesto por
escrito, como se dice, el carácter abismal de la tarea de traducir y, sobre
todo, su principal factor de adicción: el costado cuenta regresiva. El libro
tenía principio y fin, como los tenían los fines de semana de encierro de su
adolescencia, y, también, como la serie del diez al uno, y cada frase
traducida, cada hora gastada en traducir frases, iban abreviando
inexorablemente la distancia que lo separaba del punto final. Diez, nueve,
ocho, siete, seis... Tenía que
terminar. Pero una hora y media más tarde, cuando los efectos de la última
toma, luego del shock inicial, se habían disuelto en una languidez orgánica general,
agravada además por el cansancio derivado de horas de actividad
ininterrumpida, Rímini volvía a tener miedo. Faltaban dos horas para la
llegada de Vera y volvía a tener un gran agujero entre las piernas, ahí donde
un rato antes, reflejadas en los viejos azulejos amarillos del baño, sus
manos, alternándose, le habían arrancado un suave gemido de placer. Al
entumecimiento de la droga se agregaba ahora el de la descarga, la
satisfacción. Qué si Vera se adelantaba. La imaginó en el cuarto, esperándolo,
y se buscó la verga para establecer o hacer más explícita la conexión entre
esa imagen y el fondo sordo donde dormía su deseo. Buscó y buscó y diez
segundos después se dio cuenta de que hacía rato que la tenía en la mano. Ni
siquiera pesaba. Sintió la boca muy seca, un temblor como de fiebre. Buscó el
ejemplar de Las once mil vergas,
volvió a instalarse en el baño y durante un rato, más que masturbarse,
simplemente estuvo frotándose, amasando su materia genital, como si antes de
abocarse a su satisfacción, un poco aterrado, tuviera necesidad de reconocer
los órganos que se la proporcionarían. Pero Vibescu
se acercó despacio y, deslizando su hermosa pija entre las grandes nalgas de
Mira, la insinuó en la concha entreabierta y húmeda de la muchacha,
y a Rímini le pareció sentir que un estremecimiento lejano, breve como un
parpadeo, avivaba muy tímidamente la arcilla informe que amasaba. A esa
altura le llevaba un cuarto de hora convertir ese desperezamiento en una
erección razonable, y otros diez o quince minutos acabar, lo que en este
caso, a diferencia de la primera vez, absorto como estaba en llegar por fin a
ese punto, hacía sin tomar ninguna clase de precauciones, entregado al azar
de los espasmos, enchastrando indiscriminadamente las baldosas de granito, el
borde y la tapa del inodoro, algún azulejo desprevenido. Qué podía importarle
limpiar, arrodillarse en el piso helado, donde siempre corría peligro de
estamparse una gota perdida, y rastrear cada salpicadura para borrarla, de
modo de asegurarse que Vera no se cruzaría con ninguna, si Rímini había
probado que no era un muerto en vida, que seguía habíendo sangre y nervios en
su cuerpo y que su sexo, debidamente estimulado, y Rímini descontaba que ni
las más desenfrenadas aventuras del protagonista de Las once mil vergas podían compararse
con la atracción que Vera ejercía sobre él, era capaz de funcionar de manera
perfectamente normal. Había que celebrar, Rímini barría con las rayas ya
armadas sobre el retrato, el miedo se disipaba. Pero había que armar nuevas,
armar de inmediato, no tanto para seguir tomando como para saber que en caso
de necesitarlas ahí estaban, perfectamente alineadas, y para evitar la imagen
del vidrio del retrato vacío, por lejos la peor imagen posible para Rímini en
la tarde consagrada a traducir, y después de desplegar el papel metalizado,
al verter su contenido sobre el vidrio, Rímini, sacudiendo el papel en el
aire, comprendía que la minúscula montañita de polvo que veía allí,
blanqueando por casualidad la pupila del ojo derecho de Sofía, era toda la droga que le quedaba. Si era
mucho o poco, Rímini nunca podía decirlo. La cocaína le ofrecía sólo dos
alternativas: o la tenía toda,
que era, hubiera comprado un gramo o diez, treinta dólares o trescientos, la
impresión indefectible con la que se iba del lugar donde la compraba, un
departamento interno en la esquina de Rivadavia y Bulnes, siempre iluminado
con la luz blanca, nocturna, de dos tubos fluorescentes, amueblado con esos
sillones y mesas de madera amarilla y barata, muy nudosa, que suelen venir
incluidos en el alquiler de los departamentos, o ya no tenía nada, que era la revelación terrible que
lo sacudía cuando, entre las seis y las seis y media de la tarde, por lo
general, se daba cuenta, con una brutalidad un poco inexplicable, como si la
dosis que al mediodía había sacado del cajón del escritorio no hubiera ido
raleando progresivamente, aspirada por sus propias fosas nasales, sino de
golpe, por alguna clase de pase instantáneo y mágico. La cantidad de droga
sólo se le presentaba como algo relevante, algo que de hecho alteraba su
ánimo, su humor, incluso su estado orgánico, cuando la reconocía como
cantidad amenazada y cuando,
correlativamente, comprendía hasta qué punto, con qué increíble convicción
él, el necesitado de droga que él era, había creído que su ración de cocaína
no se acabaría nunca. La
cantidad siempre era un problema retrospectivo, que existía sólo en esa
mezcla extraña de retrospección y anticipación en la que se hundía Rímini
cuando, antes aun de terminar su dosis, ya la contemplaba desde la
perspectiva del que la ha agotado toda. Qué hacer. Comprar más —fuera
de discusión. A más tardar Vera llegaría en una hora, y Rímini jamás tomaba
en su presencia. No soportaría tener un gramo esperándolo en el cajón del
escritorio y no poder usarlo. Qué hacer. Una posibilidad era fraccionar lo
que le quedaba en rayas pequeñas pero numerosas y tomarlas escalonadamente, a
intervalos más o menos regulares, de modo de cubrir el lapso de tiempo y de
trabajo que faltaba hasta la llegada de Vera. La otra, repartirlo en dos
rayas opulentas y terminárselas de una sola vez, ahora, ya, en una toma
apoteótica que clausurara el día. Como nunca podía decidirse por un solo
criterio, Rímini alternaba. Cuando fraccionaba, tomaba la primera raya y,
aunque insatisfecho, porque sus ganas de inhalar siempre eran inversamente
proporcionales a la cantidad de droga que iba quedando en el retrato, se
ponía otra vez a trabajar, y la tarea de traducir, con su manera propia de
drogarlo, al principio parecía dilatar providencialmente los efectos de la
toma. Pero aun así lo exiguo de las rayas, agravado por su ansiedad, hacía
que el espacio entre toma y toma fuera abreviándose, de modo que Rímini, en
sólo media hora, había traducido a duras penas treinta líneas, en el mejor de
los casos una página, y casi siempre con toda clase de errores, zonas de
confusión y soluciones provisorias, lo que lo obligaba a revisarlas y a veces
a rehacerlas enteras al día siguiente, cuando todo volvía a empezar, pero
había acabado por completo con el hexagrama de polvo blanco que había armado
en el vidrio de la fotografía. Entonces, como poseído, se metía bajo la ducha
y después de vaciarse la nariz de restos de droga, limpiándose el interior de
las fosas con agua y jabón, de modo de evitar que Vera, al hurgar en ellas
con la lengua, como ya había sucedido, se encontrara con el sabor amargo que
alguna vez había confundido con novocaína, se quedaba largo rato
enjabonándose el cuerpo de arriba a abajo, masajeándose los músculos, revitalizando
las partes más afectadas por la acción anestésica de la droga y las que,
suponía, más necesitaría cuando Vera llegara, en primer lugar las manos
lentas, como pinchadas desde adentro por millones de alfileres diminutos,
luego toda la región de boca y nariz, donde la piel parecía habérsele secado
por completo y los músculos, de tan tirantes que los sentía, habérsele
acortado, y por fin la lengua, espesa, pesada, y la verga, ese embutido
fláccido, sin la más mínima huella de vida, que cabía entero dentro de su
mano cerrada, de la que tironeaba primero distraídamente, con la esperanza de
que ese estímulo, sumado a los masajes de la ducha, alcanzara para
reanimarla, y a la que luego se abocaba con exclusividad y encarnizamiento,
lubricándola con la espuma del jabón y sometiéndola a toda clase de
operaciones, hasta arrancarle, al cabo de veinte minutos de trabajo y en
medio de un ardor atroz, sin duda ocasionado por el contacto del jabón con la
piel irritada del glande, de un rojo ya casi sangriento, tres o cuatro gotas
de un semen anormalmente espeso, casi gris comparado con el blanco de la
espuma, que permanecían un segundo quietas, adheridas a la piel que une
pulgar e índice, y luego eran barridas por la corriente de agua. Fraccionada
la droga en dosis cortas o consumida de una sola vez, en una inhalación
larga, interminable, al cabo de la cual se quedaba un instante quieto, en
estado de máxima tensión, con las venas del cuello hinchadas, y ya después,
porque sabía que se había quedado definitivamente sin droga, le era imposible
seguir traduciendo, en los dos casos la ducha siempre era número puesto, la
ducha y también, desde luego, la última masturbación bajo la ducha, acometida
casi al filo de la hora de llegada de Vera y por lo tanto en el colmo de la ansiedad.
Moribundas y todo, sin embargo, esas últimas gotas de esperma, y sobre todo
la erección, tardía pero firme y ardiente, le inyectaban una extraña
vitalidad, el tipo de entusiasmo y bienestar de una pieza, compuestos sólo de
satisfacción, que se experimentan a veces después de un ejercicio físico
agotador, y Rímini salía del baño con una toalla anudada a la cintura, se
acostaba en el piso de madera del living, junto a los parlantes del equipo de
música, y se dejaba envolver, literalmente aplastar, dado el volumen en el
que las escuchaba, por el quinteto de abortos sonoros que encabezaban la
lista de ventas de la estación de radio más rastrera de todo el dial, cuyas
melodías parecían estremecer su corazón directamente, sin pasar por el oído,
y cuyas letras, de tanto oírlas, había llegado a conocer de memoria y cantaba
primero suavemente, dejándose llevar por la corriente de la música y eclipsar
por las voces de los cantantes, después más fuerte, como si librara una
batalla con lo que oía, y por fin a voz en cuello, directamente a los
alaridos, mientras golpeaba el parquet con los talones para marcar mejor sus
entradas, en un estado de desenfreno tal que más de una vez el vecino había
subido a golpearle la puerta para quejarse, hasta que el sol caía y una
mancha púrpura restallaba en el paño apaisado de cielo que veía por la
ventana y el portero eléctrico se ponía a sonar y Rímini, tendido en el piso,
se decía con alivio: es ella, es Vera.
Alan Pauls. "Mis datos biográficos son mis
libros". El pudor del pornógrafo
(novela, 1985); El coloquio
(novela, 1989); Wasabi (novela,
1994); Sobre "La traición de Rita
Hayworth" de Manuel Puig (ensayo, 1989); La infancia de la risa (sobre Lino
Palacio) (ensayo, 1993); Cómo se escribe
un diario íntimo (ensayo, 1995); El
Factor Borges (2001).
[Ìndice] [Principio
del artículo]
Diccionario de la
poesía experimental latinoamericana
Clemente Padín
Los poemas figurados
Los poemas de figuras existen desde el inicio de la
tradición poética occidental, desde la Grecia Helenística y participan, sin
duda, de la dimensión visual del lenguaje aunque, en casi todos los casos,
auxiliando y ratificando la información de la dimensión verbal. Se trata de
una extensión del significado verbal que completa y legitima,
redundantemente, su sentido. Algo así como una "figura de relieve"
que "para mayor energía o elegancia de las expresiones permite algunas
licencias..." (Gramática Castellana). Este recurso estilístico (mise en
rélief) es el contorno lineal o la forma que adoptan los versos en el espacio
de la página que, en general, reproducen la forma del objeto descripto o
representado verbalmente. También se les llama poemas asistidos, es decir,
poemas verbales reduplicados visualmente o, al decir de Dick Higgins, pattern
poems.
Se diferencian nítidamente de la poesía visual en cuanto
en ésta la integración de la dimensión verbal y visual es monolítica; en
cambio en el poema figurado, es posible la separación de ambas dimensiones
sin que haya merma significativa de información (lo mismo ocurre con la
poesía ilustrada).
Si los poemas figurados hubieran surgido en la década de
los 60s. estaríamos hablando de poética conceptualista puesto que, en el
poema de figuras, la representación verbal del objeto se opone o se yuxtapone
a otra representación, en este caso iconográfica. Es conceptualismo porque
nos habla de un objeto que es, a su vez, su propia representación a través de
otro lenguaje ("El arte es la definición del arte", Joseph Kosuth).
Algo así como escribir la palabra "roca" en una roca o la palabra
"blanco" sobre una superficie blanca.
En nuestros países se destaca la obra del poeta uruguayo
Francisco Acuña de Figueroa quien, en el siglo XIX, realizó poemas de figuras
dando cuenta de la importancia del barroco latinoamericano. También cabría
señalar la existencia, junto a los poemas de figuras, de los
poemas-laberintos y los poemas permutacionales, a la manera del místico
catalán Raimundo Lulio, permitiendo al lector manipular las palabras
propuestas y concretar su propia versión del poema.
Ejemplo
Francisco Acuña de Figueroa (1790-1862) fue el primero en
traer a la poesía uruguaya (hacia 1848) la estructura espacial propia de los
ideogramas, forma literaria experimental que tuvo su origen en la Grecia
Helenística (poemas de Simias de Rodas y Teócrito de Siracusa, hacia el 300
a.d.n.e.). Acuña de Figueroa, valiéndose de la distribución de las palabras y
frases, va creando en el espacio, la forma que redunda plásticamente lo expresado
verbalmente, constituyéndose en un recurso para enfatizar el significado
verbal del poema en su conjunto.
La línea va creando la forma visual a la cual alude el
texto verbal. Es decir, la dimensión visual acude en ayuda y refuerza el
contenido semántico sin, por ello, agregar mayormente nueva significación a
lo expresado por el texto. Cuando la forma de la expresión provoca ese plus
de información, es decir, cuando no sólo complementa la expresión verbal sino
que la amplía agregando nuevos sentidos, asistimos al milagro de la poesía
"otra" (o la Nueva Poesía como se la llamaba en los 60s.) es decir,
la poesía que integra otras dimensiones del lenguaje.
|